La movilización de las instituciones europeas, incluida la visita ayer a la frontera grecoturca de los presidentes de Comisión, Consejo y Parlamento, Ursula von der Leyen, Charles Michel y David Sassoli, constata un nuevo repunte en la crisis de la inmigración que la Unión Europea, impotente, trata de sortear desde que hace cinco años, en 2015, experimentara una afluencia de refugiados y migrantes -más de un millón de personas- sin precedentes que todavía hoy, en menor medida, se mantiene. Crisis sobre crisis, los mecanismos habilitados a partir de entonces, incluida la Declaración UE-Turquía firmada en marzo de 2016 como eufemismo legal para soslayar la propia normativa europea, se han desvelado inútiles. Y que ahora se anuncie un paquete de ayudas al Gobierno griego de 700 millones de euros y 100 efectivos adicionales a los 530 agentes de Frontex desplegados en Grecia ni siquiera paliará el problema suscitado por el Gobierno turco de Recep Tayyip Erdogan al abrir su parte de la frontera. En realidad, la presión turca sobre una UE sin una auténtica política migratoria -no lo son las simples medidas de contención- y el incumplimiento por Ankara de la discutida y criticada Declaración, que incluía el pago por la UE de 6.000 millones de euros (3.200 ya han sido abonados y otros 1.500 están comprometidos), solo se ha ido dilatando en el tiempo. Ya hace medio año, en setiembre, Turquía permitió el cruce a más de 10.000 refugiados, que esta vez han llegado a los 24.000. Y con los campos de refugiados de Grecia colapsados y la UE lejos de ser un agente de peso geoestratégico, sin capacidad de intervención, ni siquiera de mediación, en el conflicto sirio; Erdogan maneja a su antojo la espita de sus fronteras con lo que el acuerdo de 2016 se confirma fallido. Y no lo es solo porque el filtro turco apenas retrasaba y desviaba (a Italia desde Libia o España desde el Magreb) el flujo incontenible de la migración a la UE sino sobre todo porque no se trata de una crisis puntual motivada por la guerra siria sino de una crisis coyuntural en la que las políticas comunitarias se dejan condicionar por el resurgir de movimientos xenófobos y de ultraderecha, no solo en los miembros del Este, en una rendición práctica, y no tan parcial, a esa presión política de los principios y valores propios de las democracias y sociedades europeas.