a construcción de un espíritu crítico es una de las grandes aspiraciones de nuestra cultura. Comprender suficientemente el mundo y construir a continuación un proyecto vital propio y libre fue uno de los sueños del renacimiento y de la ilustración. Pero para ello necesitamos discernir qué fuentes de información y conocimiento aportan contenidos razonablemente fiables y cuáles no, y hoy vivimos en las sociedades democráticas una creciente desconfianza hacia las instituciones y las fuentes que tradicionalmente hemos considerado solventes.

Cierto que es prudente considerar con cierta distancia la información que nos llega, pero la desconfianza requiere de criterio. Emilio Lledó escribió que "sospechar no es un simple acto de desconfianza ante cualquier apariencia". La sospecha verdaderamente crítica, trabajada, la que necesitamos para construir una democracia, está en las antípodas de la actitud de quien ante la complejidad del discernimiento se lanza en brazos de la aparente sofisticación que otorga lo alternativo, lo contestatario, lo provocador o lo diferente entendidos como fines en sí mismos. Las pseudociencias y el populismo nos proponen esa fraudulenta copia de la crítica que nos ahorra el examen permanente de uno mismo y de la realidad. La sospecha se convierte en esos casos en renuncia al método, a la lógica, a los hechos, al conocimiento experto y ofrece una deslizante cuesta abajo hacia el prejuicio y el cinismo como pose. La sospecha se trasmuta así en renuncia y se llega a la realidad alternativa -el otro nombre del engaño organizado- desde un escepticismo mal gestionado.

Un popular ensayista que algunos consideran referente en cuestiones de geoestrategia nos recomienda en relación con Ucrania que "si queremos acudir a información objetiva no leamos los medios europeos, vayamos a medios de otros países como India o Pakistán porque son los que están proporcionando ahora mismo la información más objetiva sobre lo que está pasando". Viene al caso recordarlo tras publicarse esta semana el informe de Reporteros Sin Fronteras que contiene una clasificación por países, clasificados en cinco niveles según su grado de libertad de prensa.

El pelotón de cabeza está liderado por algunos países nórdicos. España se coloca en el segundo vagón junto con Francia, Países Bajos, Austria y Australia, entre otros. En el tercer vagón está Ucrania, junto a algunos países de la Unión Europea como Grecia. Detrás aparece un cuarto grupo cuya situación se califica de difícil. Y en el pelotón de cola hay 27 países en situación que se califica como muy grave, entre los que encontramos a Rusia, con la misma puntuación que Afganistán.

Nosotros nos informarnos a través de medios que, si bien no están exentos de sombras, sí trabajan en un contexto razonablemente libre y plural. Podemos además saltar de un medio a otro y contrastar visiones e intenciones. Incluso podemos acceder directamente a los medios de los países a la cabeza del listado y comparar. Desconfío de quienes nos recomiendan no leer estos medios y saltar a los de la India, que en el informe queda entre los países difíciles, colocado entre Turquía y Sudán y a menos de una centésima de caer en el último grupo en el que encontramos a Pakistán, la otra fuente recomendada.

Es obvio que esos medios no son más libres que los nuestros y que esos países no tienen una agenda de desinformación menor. Si estos son los modelos de información que se nos ofrecen como alternativos la intención no es profundizar en un espíritu crítico ejercitado en libertad, sino resolver los dolores de cabeza que nos dan las siempre imperfectas sociedades libres con un tratamiento de decapitación. Pero la cuestión no debería consistir en fiarnos o no fiarnos, sino en cómo hacerlo con cabeza.

También podemos sospechar de Reporteros de Fronteras y quedarnos con el concepto de libertad de prensa de Putin. Para ese viaje podemos tomar el agujero de gusano que une la sospecha con la estupidez. l