e llega una receta divertida para que los niños se coman la verdura. Ante la sola presencia de la expresión receta divertida todas las alarmas deberían disparase. Si le sumamos la sádica morosidad que el reflexivo le aporta al verbo, el lote está completo. La idea es más o menos que tome usted una vergonzosa zanahoria, la recubra de queso, reboce el invento y lo pase por la sartén.

No sé si esa receta que he caricaturizado funciona, pero todos sabemos que ni es un plato de verdura, ni tiene sus virtudes, ni sirve para que nadie aprenda a valorarlas. Parece ideado para trasmitir a la siguiente generación los peores prejuicios sobre las verduras. Reforzamos lo que queríamos combatir si aceptamos sin disputarlo el supuesto de que la verdura es difícil o un poco desagradable y que hay que disfrazarla.

Uno podría compartir con los niños la compra de la verdura, incluso puede plantar en el balcón unos pocos productos de temporada, puede en la cocina limpiarla y cortarla con ellos, quizá vaya hoy en ensalada o mañana la pasemos por la plancha o toque pasado una menestra o un pisto. En todo caso podríamos presentarlo con gusto y finalmente disfrutar juntos en la mesa, con la ayuda de un poquito de sal de Añana, de sus sabores, texturas y matices.

Algo parecido pasa con el acceso a la música clásica. Un padre que no se ha dado nunca la ocasión de hundirse en Bach le pregunta al melómano cómo aficionar a su hijo. El interpelado se queda un poco perplejo. Si a mi amigo, piensa, la música clásica le ha parecido siempre un peñazo, ¿de dónde ese interés por martirizar a su hijo? Si de pronto se ha abierto a la posibilidad de que en la música haya algo bueno, ¿por qué no se lanza a la aventura del descubrimiento y lo comparte con su hijo? En todo caso dadle algo bueno de verdad, que sea auténtico, piensa seguramente el melómano, porque una versión azucarada de Vivaldi con machacona batería de fondo va confirmar los peores prejuicios de cualquier joven con gusto.

El buen lector está seguramente tan encantado de que a su hijo le propongan un texto del XVI un trimestre como una novela popular del XXI el siguiente. Sospecha que tanto goce potencial hay en lo uno como en lo otro para cualquier adolescente al que se le dé -y que quiera darse a sí mismo- la oportunidad de entrar, bien acompañado, a esos mundos. Y para eso está la escuela, para que esas fuentes de disfrute, de conocimiento y de poder no esté limitadas a unos pocos y se universalicen. En todo caso una versión adaptada y edulcorada no sirve.

Esta semana me he topado con un proyecto de divulgación científica que apela a las emociones para introducirnos en la ciencia. No es que dude del éxito de semejante empresa, es que temo sus efectos contraproducentes. No aprendemos así a demandar para cada problema datos solventes, fuentes autorizadas, evidencias consistentes, argumentos lógicos o a preguntarnos por el conocimiento que explica cada fenómeno, sino a fiarnos de las emociones y sensaciones primeras. Podremos formar así soldados por el planeta, pero no ciudadanos que comprendan la complejidad del cambio climático o de la biodiversidad para que puedan decidir con libertad y puedan afrontar en el futuro nuevos desafíos de forma autónoma.

Tanto la ciencia, como la música o la literatura están sometido al efecto fritanga de queso. Son mundos de goce, de conocimiento y de crecimiento personal a los que se accede aceptando sus respetivas lógicas. Para subir a la primera cota de esos montes, al campamento base desde el que empezar a ser libres para elegir caminos propios y nuevos, hace falta cierto esfuerzo inicial. La educación consiste en forzar y universalizar ese esfuerzo inicial. Ni podemos ni debemos evitar el costoso trabajo de los primeros metros de subida. Tenemos que acompañar con la pasión de los montañeros que disfrutan cada paso aunque cueste. Ningún montañero ha aficionado a sus hijos subiéndoles a la cima en jeep. Es el efecto fritanga de queso.