Punto de vista desde Le Gras es el título de la primera fotografía de la historia -realizada hace casi dos siglos- que aún se conserva. La ejecutó un inventor francés desde la ventana de su casa, Josep Niépce, utilizando una modesta caja cerrada con un diminuto agujero por el que se colaba una nimia raya de luz -una caja oscura- que incidía en una placa tratada con betún de Judea. Fue un click de ocho horas, es decir, de exposición. Un año después el inventor contacta con un empresario de apellido Daguerre. Juntos perfeccionaron y patentaron el procedimiento. Había nacido el daguerrotipo, el primer sistema fotográfico. Al poco, el "invento" fue adquirido por el gobierno francés para que todo el mundo pudiera usarlo sin tener que pagar licencia alguna.

El nacimiento de la fotografía afectó de lleno a la pintura. Fue como un torpedo lanzado en su línea de flotación. Muchos fueron los que presagiaron su muerte. Pues, ¿qué sentido tenía pintar un paisaje, un bodegón o un retrato si una primitiva cámara fotográfica podía hacerlo de manera mil veces más rápida y económica? Muchos retratistas colgaron para siempre sus pinceles. O mutaron en fotógrafos. Por otra parte, el retrato se democratizó. Hasta el momento sólo unos privilegiados podían permitirse el lujo de encargar su efigie a un pintor. Ahora, casi cualquier persona podía llevar en su bolsillo el retrato fotográfico en miniatura de su amado o amada. Recordemos que entre las élites era muy popular encargar estas pequeñas obras pictóricas a miniaturistas de renombre pues servían para la presentación de personas separadas entre sí por la distancia. Y así un noble podía, verbigracia, proponer en matrimonio a su hija mandando un mensajero con su retrato a los posibles pretendientes. Por otra parte, cualquier ilustre que se tuviera como tal, exhibía un gran retrato suyo, óleo sobre lienzo, en el salón de su mansión.

Obviamente la pintura, y con ella el retrato, no murieron con la irrupción de la fotografía. Aún hoy en día, persiste la pintura de retrato como encargo de gobiernos, empresas, o potentados. Recordemos, por ejemplo, el Retrato de la familia de Juan Carlos I, obra que el pintor Antonio López tardó dos décadas en concluir. Todo un record de click pictórico. Con no muy buenos resultados, dicho sea de paso. Quizá porque el "pintor cortesano" no es retratista ni está acostumbrado a copiar de fotografías en vez del natural, como este ha sido el caso.

Acercarse a la exposición Buruak (Cabezas) de Gustavo A. Almarcha, que estos días puede contemplarse en el espacio cultural Zas Kultur es darse de lleno con el retrato pictórico. Aunque los retratados son en su mayoría personas anónimas. Surgen de la imaginación del propio autor. Son retratos "de memoria". Campando por lo ancho en ese espacio en el que la fotografía no llega pues no son productos de un instante, sino de uno continuum de ellos. Rostros distorsionados, irreales... que huelen a óleo y a sudor. Pintura viva.