enemos en nuestra pequeña familia una gran admiradora de la maquinaria agrícola y su incansable trabajo. Y el pueblo, afortunadamente, es un auténtico filón para su filia. La suerte (y la climatología, sobre todo) ha querido que este año la cosecha de cereal se adelante unos días y ahí que hemos estado en primera fila disfrutando, tarde tras tarde, de la pericia de las manos agrícolas. El pitote que se monta es extraordinario. Todoterrenos con luces y carteles que anuncian la llegada de remolques inmensos tirados por tractores de ruedas enormes, deseosos de llenarse con la carga de las gigantescas cosechadoras, que paran cada tanto para aliviar su tolva y dejar hueco a más grano antes de seguir devorando espigas. Una auténtica danza del metal coronada por nubes de polvo y paja y armonizada por una ensordecedora banda sonora que a mí también me transporta a mi infancia. Una de nuestras tardes espectadoras del espectáculo del verano, devorando un tupper de melón, mi pequeña agrofan tuvo la suerte de quien persevera. Dos hermanos que laboraban un campo frente a nuestra casa, conmovidos y divertidos por su sincera admiración, le invitaron a darse una vuelta en la cosechadora. Su cara fue el más bonito de los poemas. En todo el viaje, de puros nervios, no dijo ni mu. Sentada en mis rodillas, sus ojos como platos, mirada de 180 grados que no perdía detalle, atendía (flipando por lo que estaba viviendo y ávida por saberlo todo) a las explicaciones que le ofrecía el conductor sobre las maravillas del vehículo. Él manejaba en volante como si nada, con la vista en ese campo y la mente en el siguiente. Al bajar, mi pequeña agricultora tuvo una propuesta: "Cuando seas mayor y termines de estudiar, vente con nosotros y nos echas una mano. Siempre nos hará falta la ayuda de alguien como tú". Y ése, desde entonces, es nuestro tema de conversación diario.