l crash pandémico (en el que seguimos inmersos pese a la sensación y relajación que parece instalarse entre nosotros) ha provocado, también, una cadena de análisis, reflexiones y prospectivas en cuanto a su impacto en la economía, los diferentes modelos de crecimiento y desarrollo y las abundantes "estrategias de resiliencia, recuperación y transformación" que, a lo largo del mundo, vienen proponiendo todo gobierno, empresas e instituciones facilitadoras o intermedias, además de los principales organismos internacionales y centros académicos relacionados.

En el centro focal de este movimiento generalizado se sitúa la política industrial. De una u otra forma, no existe país, nación, región, gobierno alguno que no la haya practicado a lo largo de su historia, por activa o por omisión, pasiva o voluntaria. Cosa muy distinta es el grado en que se ha formulado y explicitado, su importancia y protagonismo director o acompañante en las políticas públicas, ya de inversión o estrategias de gobierno-país que se hayan propuesto, la diferente tipología de sus procesos participativos de elaboración, su peso presupuestario, las modalidades y alcance de la intervención pública, su interrelación y coherencia con el resto de políticas y gobernanza, su aplicabilidad adecuada al tejido económico-industrial preexistente y su cultura diferenciada, endógena, su ambición, la implicación en ella de los agentes económicos, sociales e institucionales afectados, el grado de apropiación de la sociedad y la interacción público-privada implicada y, por supuesto, no menos relevante, el grado de preparación de las administraciones públicas, gobernantes, clases político-sindicales, funcionariado y agencias o estructura promotora e impulsora de la que se haya dotado para llevarla a cabo. Esta compleja realidad define el éxito o fracaso de la misma, su capacidad tractora y/o transformadora de la economía local, su consecuente preparación para afrontar nuevos desafíos, cambiantes a lo largo del tiempo y su influencia en la generación de riqueza, prosperidad y bienestar para la sociedad.

Los efectos externos imprevistos como sucesivas crisis económicas, financieras o como la pandemia comentada, ponen de manifiesto vulnerabilidades y déficits que llevan, una y otra vez, a revisitar el concepto y, las más de las veces, a clamar por nuevos modelos y políticas industriales de largo recorrido. En esta ocasión, si bien ya con carácter previo a la desagradable sorpresa pandémica asistíamos al cuestionamiento de la otrora adoración simplista de la globalización, la experiencia vivida ha terminado obligando a la búsqueda de un nuevo pensamiento a futuro. Las bondades que sugería bajo una errónea concepción de la competitividad basando su logro en la minoración de costes, fruto de deslocalizaciones y externalizaciones en países y regiones en desarrollo o no desarrolladas, suponiendo que el reparto, por magia del mercado, fortalecería, por igual, las condiciones de vida y sería la fuerza rentable y permanente de una economía para todos, se ha agotado. Hoy, la constatación de un desarrollo dispar reconduce su consideración hacia nuevos modelos de crecimiento y desarrollo, ahondados por la difícil capacidad de respuesta ante las demandas exigibles, país a país, y ha puesto en valor un rearme de la base industrial, y, con ella, la redefinición de los otrora factores de éxito, más allá del creciente intercambio de bienes y servicios, flujos mundiales y la imprescindible apertura compartida. Una vuelta a los hoy llamados "ecosistemas completos", cadenas de suministro regionalizadas, opciones múltiples mitigadoras de riesgos, fortalecimiento de claves diferenciadas especializadas, retorno al acercamiento entre economía real y financiera, así como a la relevancia del papel a jugar por los gobiernos, en especial en el ámbito microeconómico, en asociación con empresas líderes en su entorno.

Si la buena noticia de estos días es observar que la inmensa mayoría de agentes implicados parecen emprender un viaje hacia la recuperación y fortalecimiento de políticas industriales, tractoras de las diferentes transformaciones que se apuntan irrenunciables para afrontar el futuro, focalizando objetivos conducentes a la prosperidad inclusiva, no es menos cierta la preocupación por una explosión pendular que parecería etiquetar soluciones similares para todos, apoyadas en marcos financiadores o subvencionadores para falsas estrategias industriales basadas en la creencia de que esto es cuestión de manual, de voluntad y respuestas inmediatas y coyunturales al alcance de todos. Los discursos en torno a la asignación de los Fondos Europeos-Next Generation son un buen ejemplo de este temor a confundir un reparto presupuestario ajeno a las verdaderas palancas de transformación necesarias y deseables, generadoras de riqueza, empleo y bienestar. Si en verdad se entienden la trascendencia y complejidad de lo que se pretende, tendríamos que saludar dichos mensajes con un "¡Bienvenidos a la competitividad, al desarrollo humano sostenible y la inclusividad!"

Del otro lado del Atlántico, hace unos días, el director del Consejo Económico Nacional de los Estados Unidos, Brian Deese, destacaba que "el gran vaciado de últimas décadas de la base industrial en los Estados Unidos había deteriorado los niveles de vida de los norteamericanos (y de sus empresas) y, en consecuencia, su capacidad de influencia y liderazgo, agravándose por su desacoplamiento con su competidor, China, cuyo potencial se convertiría en un serio peligro para el modelo de vida occidental". Defendía que es precisamente sobre esta base la que debe entenderse la apuesta estratégica del presidente Biden en su "Build Back Better" (Reconstruir mejor), cuya agenda ha de fortalecer la "nueva base industrial para las necesidades del siglo XXI". Hacerlo, recordaba, "exige focalizar nuestro esfuerzo en los pilares básicos de la nueva política industrial a promover: resiliencia en todas las cadenas de suministros esenciales para nuestra economía y sociedad a lo largo del país, inversión pública dirigida priorizando sectores, apoyando a sus principales empresas tractoras, rediseñando marcos colaborativos con las empresas en un nuevo espacio público-privado, dotándonos de nuevos marcos de compra pública y contratación garantes de competitividad estable y largoplacista para favorecer el desarrollo empresarial, fortaleciendo plataformas tecnológicas, desplegando infraestructuras facilitadoras de un desarrollo y equilibrio regional y generando nuevos instrumentos y agencias de intermediación o colaboración interindustrial, industria-universidad e interterritoriales. No podemos olvidar, decía, que volcarnos en América no significa excluir a nuestros socios mundiales, por lo que hemos de generar alianzas múltiples, compartiendo planes de desarrollo conjunto y compartido. Y, finalmente, hemos de abordar una auténtica revolución educativa alineada con la empleabilidad asociable al futuro del trabajo".

Deese no rehuyó las implicaciones que esta apuesta por la política industrial conlleva. Su larga trayectoria y prestigio anticrisis lo avala. Sabe, y así lo explicaba ante un auditorio crítico, que la política industrial supone intervenir, por supuesto, en el libre mercado que algunos idealizan en un mundo empresarial y económico cada vez más regulado, internacionalizado y sistémico. Sabe que obliga a los gobiernos a priorizar (lo que exige asumir riesgos en su elección y focalización), que resulta imprescindible generar la confianza tractora de partenariados público-privados, que ha de transformar marcos normativos al servicio de esa competitividad bien aprendida, que ha de trabajar en la generación de espacios colaborativos desde las empresas tractoras hacia sus empresas relacionadas (sobre todo pymes y micropymes), que ha de dotarse de nuevas instituciones y agentes transformadores, que la economía ha de ir de la mano de la acción exterior y de la cooperación al desarrollo, que debe provocar un sistema ciencia-tecnología alineado con las demanda de dicha industria-tecnología esperable, que ha de propiciar inversiones endógenas... y que políticas económicas y sociales no pueden ir ni a velocidades, ni momentos distintos. Sabe que necesita modificar sus estructuras de gobierno para dirigir ese desafío. Esto es, por supuesto, el trasfondo de una política industrial real. Ni se improvisa, ni emerge de forma espontánea.

Aquí, en Euskadi, lo hemos aprendido con el paso del tiempo.

Hace unos días, el Instituto Vasco de Competitividad (Orkestra) publicaba un interesante Informe (Estrategia Regional de largo plazo para la competitividad inclusiva: El Caso del País Vasco, 2008-2020). Ya son muchos los informes y documentos elaborados por ellos con colaboraciones internacionales expertas y avalados por destacadas instituciones externas, analizando las políticas industriales y de competitividad que se vienen aplicando en Euskadi desde el año 1980, al salir de la dictadura y autarquías aislacionista en la que se encontraba el país, en plena crisis de crisis (mundial energética, mundial reconversión de industrias clave, local en lo social con desempleo galopante, terrorismo destructor, política entre la reforma y la ruptura...). La apuesta por la centralidad de la política industrial ha dado sus frutos y hoy es una de las naciones-regiones, en el mundo, que puede reclamar su consideración de ejemplo en los resultados exitosos de una estrategia que, entonces, contradecía y rompía moldes en los mundos académicos e institucionales en el mundo occidental y que hoy es un referente a considerar. Resulta muy ilustrativo repasar los elementos clave que destaca el Informe. Partiendo de la base de que las respuestas a las sucesivas crisis de los 80, 90 y primera década del 2000, aportaron al País Vasco y su estrategia de éxito, calificando de relevante el propósito rector de todo el proceso (competitividad inclusiva basada en la innovación y participación multi agentes), entiende que se han incorporado tres grandes bloques integrados: especialización basada en el tejido industrial preexistente transformado por una especial apuesta innovadora y tecnológica, en tres áreas prioritarias (manufactura avanzada, energía y biociencias para la salud), complementada con la transversalidad de nicho; un segundo bloque de activos (infraestructuras, formación acorde a las necesidades de nuestra industria, reforzar e integrar el sistema vasco de ciencia tecnología e innovación) y maduración de agentes y políticas públicas, y, en tercer lugar, los actores del proceso (clusters e instrumentos facilitadores público-privados), implicación de las grandes empresas tractoras y sus amplias redes de proveedores, realineación de los objetivos de estos actores con los del sistema ciencia-tecnología. Y, finalmente, el quien y el cómo de todo este proceso (liderazgo, gobernanza, estrategia viva y participativa).

Todo un proceso estratégico que hace que, diariamente, miles de personas participan en proyectos colaborativos, iniciativas compartibles, más allá de su trabajo y responsabilidades específicas en sus empresas, universidades, centros tecnológicos, asociaciones clúster, gobiernos en los diferentes niveles institucionales. De esta forma, fruto de exigencia, compromiso y esfuerzo orientados, Euskadi puede ofrecer al mundo una política exitosa. Pero, sobre todo, puede proponer a su propia sociedad vasca un camino de futuro.

Hoy, como ayer, la política industrial bien entendida, supone una base clave para construir un espacio de prosperidad y desarrollo inclusivo.