ientras Querejeta nos presenta la postal de un futuro distópico con precoces universitarios tecnócratas, startuperos, vigoréxicos abstemios y elites emprendedoras, Horacio se sumerge en su limitada mirada de baja visión. Es fantástico llenarse la boca con high tec y anglicismos que suenan a modernidad, pero está convencido de que las instituciones descuidan el barro original, el polvo del que provenimos, el suelo con el que nos manchamos los zapatos, mientras nuestra mirada se pierde en los neones de los rascacielos.

La distancia entre ricos y pobres se ha convertido en una falla tectónica de tal magnitud que ya ni siquiera apreciamos que la mayoría nos encontramos en el interior de un cráter inmenso. Cuando miramos desde abajo a una de las laderas de este enorme volcán, contemplamos a los privilegiados en la montaña y, como Platón y su caverna, proyectamos nuestros sueños y aspiraciones hacia ese territorio. En el extremo contrario de la ciclópea vaguada, los que han caído por la pendiente hacia las entrañas del monstruo geológico apenas son visibles. Desde la zona media no se les observa, y de hecho, preferimos no acercarnos al borde de ese abismo ante el peligro de ser arrastrados por un desprendimiento de tierra.

Así vivimos en una suerte de circo glaciar, con la mirada fija en lo alto de la cumbre donde, como en la antigua Grecia, los dioses nos muestran sus vidas, a veces mezquinas y a menudo obscenas, en las que depositamos nuestro imaginario colectivo.

Horacio no se resigna a mirar solo en aquella dirección que señalan los carteles indicadores del sistema. Volver la vista hacia el otro lado y entender que este cráter es una construcción humana y no un fenómeno natural ayuda a luchar por buscar una salida, congraciarse con los que han sido arrojados por la pendiente y descolgar de su Elíseo a los que nos enseñan sus testículos desde las alturas.