Horacio el sol, el calorcito, la luz, le cambian el rollo. No es una reflexión muy profunda y es compartida por mucha gente en estas latitudes sombrías del Mordor gasteiztarra, pero en su caso la epidermis está conectada con la psique a unos niveles mayestáticos. Sin ir más lejos, ayer salió por la zona de Desamparados canturreando la empalagosa canción de Palito Ortega que hablaba de la felicidad bobalicona de un paseante enamorado.

Nos atribuímos una racionalidad, junto a unas capacidades y habilidades propias de seres superiores que se esfuman cuando el animal que llevamos dentro (más o menos atrincherado) sale de la cueva. Y en ese momento, son las percepciones sensoriales, los impulsos y el instinto los que dirigen el cotarro en nuestra vida. Y Horacio hoy ha relegado su Yo pensante (tampoco es una gran novedad) para abandonarse a esas sensaciones térmicas que le acercan a la alegría.

De hecho, las primaveras y los veranos en estas latitudes son periodos donde cualquier decisión política cuenta con una mejor digestión colectiva que en los meses oscuros. Apuntaba un pensador italiano del siglo pasado que cuando uno tiene dolores estomacales quiere hacer la revolución. Y esa infelicidad en buena medida procede de situaciones externas entre las que tiene un protagonismo especial la altura del mercurio en el termómetro.

Y por ello, las restricciones que ahora nos condicionan los biorritmos, toques de queda, movilidad y horarios, van a colisionar con este espíritu primaveral y positivo que acaba de llegar a nuestas calles. Abandonar una terraza o un bar a las ocho de una negra noche en enero, o recogerse en casa a las diez, no es igual que hacerlo en una luminosa tarde de mayo. Horacio prosigue, en cualquier caso, compartiendo con Pavarotti esa tonadilla napolitana del O sole mio manteniendo en alto el Sol sostenido.