a realidad es un abigarrado cuadro barroco recargado de mil trazos superpuestos. Podemos observar este lienzo costumbrista de nuestro día a día con las gafas de cerca. Y ver la pincelada fina de las relaciones de igualdad que se construyen en nuestro entorno próximo, ámbitos en los que ya no penaliza ser mujer, ambientes plurales en los que la diversidad no resta sino suma. Una tela que proyecta un porvenir esperanzador para nuestras hijas.

Pero es una mirada incompleta, a veces miope. Puede que dé nitidez a corta distancia, pero si nos alejamos, todo resulta mucho más borroso. Visto desde lejos, el cuadro se desdibuja en violentos trazos gruesos que lo llenan de ruido cromático.

Como los torpes brochazos que han intentado emborronar la reivindicación del 8-M. Es la desoladora evidencia de que el feminismo aún molesta mucho en pleno siglo XXI. Su bosquejo de futuro daña la retina de los privilegiados que no quieren renunciar a prebendas ni reparar injusticias flagrantes.

Esa es la motivación última de cada garabato que intenta arruinar la obra. La controversia sobre las concentraciones (que sólo contagian si son de mujeres) o la artificial polémica a cuenta de la Ley Trans. El macho de las cavernas siente atacada su regalía y hace lo imposible por sembrar cizaña en las huestes del feminismo y rasgar el mural colectivo.

Después de mirarlo de lejos, el cuadro ya no es tan diáfano cuando volvemos a acercarnos. Así que no podemos regodearnos en contemplar lo ya avanzado. Quedan infinidad de techos de cristal por romper y efectos Matilda por combatir. La obra dista mucho de estar acabada y seguirá siendo objeto de mil sabotajes. Porque el morado y otros alegres colorines incomodan aún a muchas miradas cejijuntas. Toca seguir afanándose con el pincel fino. Queda mucho curro por hacer. Y por disfrutar.