ocos especímenes hay sobre la faz de la tierra más peculiares que los tertulianos. Vulgares homo sapiens, sí, pero bendecidos con el don de la imprudencia. Este poder les permite sentar cátedra sobre cómo aplanar la curva de la pandemia, los efectos del cambio climático en la estepa rusa, la irrupción de la extrema derecha en la compleja sociología del arco mediterráneo o el último fichaje del Fuenlabrada.

Todo ello concentrado en media hora de programa y aderezado con sentencias definitivas, lecciones morales y juicios a quien opina diferente. La mayor parte de las veces, por supuesto, sin tener la más repajolera idea del tema sobre el que se pontifica. Pero en eso precisamente radica la gracia del arte de la tertulia. Como atenuante, hay que admitir el conocido poder de atracción que ejercen los micros, capaces de nublar la mente más que el anillo de Frodo.

Así que allá fue el tertuliano Garrido, fiel a los principios de su gremio, entrando al monotema como elefante en cacharrería. El epidemiólogo es un médico de cabecera que ha hecho un cursillo, las medidas que se adoptan son propias de la Edad Media, es como prohibir las relaciones para acabar con las enfermedades de transmisión sexual. Y dos huevos duros.

Nada nuevo en el planeta tertulia. Salvo que Garrido, además de influir en la opinión pública como contertulio, cuenta además con su condición de juez, que le da el superpoder adicional de modificar la realidad a golpe de resolución judicial. Así que, por arte de magia, auto del TSJPV mediante, los bares abiertos.

Huelga decir que la medida se adopta sin encomendarse a ningún criterio médico o científico. Qué sabrá esa gente. Lo importante es no restringir nuestra libertad. De socializar, de seguir con nuestras jamadas, de tomar copas. De contagiarnos, sí. Pero en libertad.