ubo un tiempo legendario en el que la Tierra estaba gobernada por fuerzas que establecían los parámetros de la vida y la muerte. Los seres humanos deambulaban por estos territorios repletos de dioses y demonios, de tormentas y seísmos, de noches eternas y simas insondables. Y aquellos hombres fueron interpretando las reglas del juego de la existencia que les escupían desde el cielo, el fuego, el agua y el barro.

Estaba claro que las cosas no sucedían por azar. Tenía que haber algo detrás que diera sentido a esos códigos de la Naturaleza, a esa semántica inescrutable que decidía los destinos de las personas. Por ello, emergieron los exégetas, los brujos, los chamanes, como intérpretes de esos mensajes oscuros. Y pronto, muy pronto, se labraron los códices, los mandamientos, los decálogos, las leyes....Y con ellas nació la culpa. La ira de las deidades que se escondían tras la niebla siempre buscaba algún responsable. Alguien debía pagar por las tempestades y los diluvíos, alguién debía ofrecerse como sacrificio a unas fuerzas sedientas de sangre y castigo.

Al cabo de los siglos, unos nuevos gurús investidos con dos maderos cruzados en el pecho descubrieron que la fuerza de la culpabilidad era majestuosa. Señalar con el dedo inflexible del verdugo garantizaba un poder indescriptible. El miedo era el arma y la culpa era el sustrato psicológico que anida en lo más íntimo como una hydra que devora desde dentro. Por ello instalaron un reglamento maniqueo de buenos y malos, de víctimas y culpables, de premios y castigos.

Y hoy, miles de años más tarde, han vuelto a emerger las fuerzas ignotas de la Naturaleza para golpearnos con la arbitrariedad del gobernador caprichoso. Los científicos buscan paradigmas cartesianos para ordenar el caos, pero los predicadores de la culpa siguen señalando responsables, y dictaminando veredictos y juicios sumarísimos.