espués de poner la lavadora, sacar la ropa de la secadora y colocar los platos y los vasos en el lavavajillas pasa la bayeta por la encimera, la escurre y echa un vistazo general a la cocina. Haría falta barrer pero ya está hasta el moño. ¿Cómo ha pasado esto? ¿Cuándo se ha convertido en un ama de casa de los años 50? De ésas que dedican todo su tiempo a la casa y los niños con una sonrisa en la cara y el corazón arrugado. Ni idea. Eso le da mucha rabia, el no saber responder a la pregunta. A veces intenta hacer memoria y vuelve al punto en el que tuvo a sus niños y poco a poco le fueron empujando fuera de aquel trabajo nuevo que prometía tanto, que resultó ser un nido de víboras y del que acabó marchándose antes de que le hicieran la vida más imposible de lo que ya se la estaban haciendo. Marcharse de allí fue una buena decisión en muchos sentidos pero también supuso tirarse al precipicio sin paracaídas. Se centró tanto en la crianza que lo convirtió en su ocupación total. Y ahora le estaba pasando factura porque no se encontraba, no se reconocía y, sobre todo, porque había una puñetera vocecita en su interior que le decía no solo que no lo estaba haciendo bien sino que cada vez tenía menos oportunidades de retomar su vida. Y, claro, eso para animarse no ayudaba mucho. Más bien nada en absoluto. Así que solía pegarse una buena llorera allí, sola en esa cocina, y seguía para adelante. Un día charlaba con una conocida cuya hija le preguntó: “¿Y tú, en qué trabajas?”. Se quedó paralizada con la pregunta y le invadió un sentimiento de inferioridad tan irracional pero tan real que hasta se puso colorada. “Bueno, ahora mismo en nada”, le contestó. Pero la madre de la niña añadió: “Hombre, ahora mismo estás criando a tus hijos y ocupándote de tu casa, que ya está bien”. Y aquella frase tan rotunda y simple le sonó como un bálsamo.