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Lo que antes nos conmovía ahora apenas nos sorprende

Hoy en día las redes sociales dictan nuestra forma de ver y vivir las cosas. Expuestos a tanto, perdemos la línea de nuestra propia perspectiva y terminamos con una mezcla de pensamientos que ni siquiera identificamos como nuestros. Pero tanta libertad y acceso a la información, tan de repente y sin un manual de instrucciones, puede volverse una jaula igual de arcaica que cuando las redes no existían.

Vivimos al lado de un móvil, encerrados en nosotros mismos y en la pantalla, y consumimos constantemente todo tipo de contenidos digitales. Somos una generación que desde 2020 no ha parado de vivir crisis y graves problemas con impacto global, uno detrás de otro, sin tiempo para asimilarlos. Empezando por la pandemia de la covid 19 o el cambio climático, hemos recibido la retransmisión en directo de grandes desastres naturales como la dana de Valencia, de terribles ataques en conflictos armados como Gaza o Ucrania o de momentos de incertidumbre como el apagón o la crisis económica. Nos llegan las imágenes de aquellos que sufren sus consecuencias. Son imágenes de dolor, de sufrimiento, pero también de activismo, de lucha, de reivindicación. Es tanta información y, en ocasiones tan dura que, al no saber cómo gestionarlo, nos vamos consumiendo poco a poco.

Desde la pantalla, nos bombardean noticias, vídeos e imágenes de todo tipo: guerras, violencia, crisis económicas... Recibimos tanta información que nuestro cerebro es incapaz de procesarlo al mismo ritmo en el que llega, y aprende a protegerse disminuyendo la reacción emocional. Lo que antes nos conmovía ahora apenas nos sorprende.

Lo vemos a diario: bromas sobre cosas trágicas, comentarios fríos ante problemas ajenos o gente que simplemente dice “no me importa, no es mi asunto”. Todo esto se traduce en una generación que siente mucho, pero hacia dentro; que está hiperconectada, pero sola.

Un ejemplo de esto es el cambio climático. Es un problema que nos afecta a todos, sobre todo a las personas jóvenes ya que seremos las que conviviremos en unos años con la cara oscura del planeta. Nos enfrentamos a un problema que la humanidad ha provocado y no dejan de decirnos que tenemos que hacer algo, pero seguimos impasibles.

En cambio, cuando se trata de situaciones más específicas como, por ejemplo, quedarnos cinco segundos viendo un tiktok de un abuelito tratando de salvar a su perro mediante visitas, colaboramos.

Hasta que el problema no llega al extremo, no actuamos porque ya hay demasiadas cosas de las que preocuparse y hay veces que preferimos ser ignorantes porque esto nos da la seguridad de tener una tranquilidad que nos falta. Así, la empatía se va diluyendo poco a poco, hasta que terminamos mirando el dolor del otro como un simple contenido más.

Vivimos en una paradoja constante: nunca hemos estado tan conectados y sin embargo, nunca nos hemos sentido tan solos. El ser humano necesita interacción social para desarrollarse emocionalmente, pero con el auge de las redes hemos reemplazado los encuentros reales por interacciones digitales. Al principio parecen equivalentes: recibir likes o mensajes nos da una sensación de compañía y validación, pero esa conexión es rápida y superficial.

La dopamina que obtenemos de cada notificación crea una ilusión de bienestar inmediato, pero también nos vuelve dependientes, un problema creciente de salud mental. Con el tiempo, nos cuesta más mantener vínculos porque las relaciones reales no funcionan con la misma rapidez.

Así, nos encerramos progresivamente en unas expectativas irreales de lo que es el mundo y nos refugiamos en el móvil.

Sin embargo, el problema no surge únicamente de internet sino de un modelo de sociedad que refuerza esos mismos comportamientos. Las redes sociales no son la causa de este problema, pero lo hacen más visible, más rápido y más adictivo. Esa insensibilización no significa que no nos importen las cosas, sino que ya no tenemos espacio mental ni emocional para sentirlas todas.

Las autoras tienen 14 años. Grupo Asesor Juvenil de Unicef. Comité Euskadi.