La estupidez humana y el mas allá
Días atrás circulaba en las redes sociales –esa caótica nueva Ágora– una publicidad de una nueva compañía lanzada por emprendedores que son cada vez más modernos (palabreja que ya debe de estar en la RAE), que propone continuar viajando más allá de la muerte. Dirigida a los nómadas, a los aficionados a los viajes y a aquellos apasionados de viajar y correr aventuras. Estos seguirán viajando una vez que el espíritu haya abandonado su cuerpo. Después de la muerte del viajante.
La propuesta es sencilla y atractiva: consiste únicamente en que la nueva compañía se compromete a depositar tus restos mortales (no está claro si incluye todo el cuerpo o solo tus cenizas) en los cementerios que tú elijas (evidentemente cuando se firma el contrato), durante unos días o unas semanas. Así pues, puedes pasar unas semanas en el cementerio de Recoleta en Buenos Aires, viajar hasta el Forest Lawn Park en Los Ángeles y pasar una temporadilla con los artistas de cine y otros famosos, darte un garbeo por Père Lachaise en París, visitar el Mediterráneo en Génova o alguna isla griega con la que soñaste ir pero nunca fuiste, y pasar una temporadilla en algún templo taoísta japonés. O, si se prefiere la tranquilidad, se puede optar por algún cementerio alpino, con buenas vistas, y así poder escuchar el silencio de las nieves y volver después de una temporada en el infierno al cementerio de Poblenou.
Sería así pues una especie de Airbnb solo para difuntos. Supongo que los detalles de la letra pequeña de este tipo de contratos estipularán las limitaciones, el tiempo, los lugares y otros asuntos menores que suelen ser siempre sorprendentes. Tampoco está claro el costo de este perpetuo viaje y su duración, ni quién se hace responsable de las facturas, aunque se puede suponer que los descendientes tendrán algo que decir. Pequeños detalles de una idea brillante.
En ese mismo ámbito, otros emprendedores han creado empresas (hay ya varias) y comenzado a publicitar y comercializar la idea de poder seguir conversando con los seres queridos que ya no están a través de una aplicación. Todo está permitido: seguir hablando con el difunto como si estuviese vivo, felicitarle las Navidades o contarle tus cuitas. Hay varias modalidades: uno puede conversar, enviar o recibir mensajes en audio y vídeo de los seres queridos. Nombres como El eco de la vida, Hereafter, Rememory, Eternal Memory, Deep Brain y otros más sugestivos ya están comercializando sus productos. Curiosamente, la mayoría provienen del otro lado del Atlántico.
Series como Black Mirror o Manual de la vida salvaje, basada en la novela del canadiense Jean-Philippe Baril Guérard, abordan estos temas de manera brillante. Todo esto gracias a la IA, con el almacenamiento de toda la información disponible sobre una persona y la creación de chatbots que generan el avatar con el que se interactúa. Se puede recoger la información disponible en la red o planificar e ir guardando archivos de sonido y vídeo para la IA. El futuro ya ha llegado, pero solo para aquellos conectados. Los que siguen con el teléfono Nokia no serán afortunados.
En un magnífico libro de Saramago Las intermitencias de la muerte, el escritor portugués imagina un país en el que la Muerte, cansada de las quejas de sus habitantes, decide hacer una huelga general indefinida. De un día para otro nadie se muere en ese país; todo el mundo es feliz porque la Muerte ya no aparece, nadie muere en los hospitales ni residencias, ni tan siquiera en los accidentes de tráfico. La situación, a lo largo de las semanas y los años, se va complicando. El sistema de salud hospitalario de cuidados se va colapsando, y el gobierno se ve enfrentado con la Iglesia. Hasta que unos ciudadanos tienen la brillante idea de llevar a los moribundos hasta la frontera de otro país, donde allí sí continúa la muerte haciendo su trabajo. La gente pide en las iglesias que la Muerte vuelva a hacer su trabajo.
La novela sigue con una relación más personal entre la Muerte –que se personifica en una mujer– y un violonchelista del que se enamora. Tan enamorada está del músico que decide seguir en huelga. La conclusión de la novela parece clara: no puede haber vida sin la muerte; una condiciona a la otra. Un mundo en el que nadie muriese (hablamos de muertes naturales, no de las guerras) no sería posible.
En uno de los ensayos más conocidos de Vladimir Jankélévitch, titulado La Muerte, el autor francés reflexiona sobre la certidumbre de la incertidumbre, de la cual dice que es un enigma absoluto, y que la concepción de la vida más allá de la muerte es querer negar su carácter definitivo, único e irrepetible. Critica las interpretaciones dadas por la ciencia, la filosofía racionalista y las religiones, y propone que, ante ese miedo atávico de la muerte y la fragilidad del instante, se viva en la urgencia y con responsabilidad moral. El autor invita a aceptarla y a vivir una vida ética.
Se ha escrito mucho sobre la muerte y seguimos sin saber mucho más que los primeros hombres, ya que nadie ha vuelto para contarlo, si exceptuamos a los que creen en la resurrección de Jesucristo (aunque tampoco dijo gran cosa sobre su experiencia de tres días). Las experiencias publicadas por algunos médicos y los estudios realizados sobre las experiencias cercanas a la muerte tampoco han llegado a clarificar mucho el tema. Hasta existe una publicación científica que se dedica a publicar estos estudios (Journal of Near-Death Studies). Solo parecen haber dado algo más de luz, pero no claridad.
Los pueblos que llamamos primitivos, y que están menos avanzados tecnológicamente, o las culturas más antiguas, han tenido y tienen una relación muy diferente con la muerte que las culturas occidentales. Integradas en sus creencias y rituales, las culturas que no están basadas en los libros de las tres religiones concebían la vida y la muerte como parte de un ciclo natural. La muerte no es un final definitivo, sino un paso hacia otra forma de existencia o un regreso al origen. Las sociedades occidentales han perdido esa conexión y hay una lucha constante contra ella, al mismo tiempo que se desarrollan armas cada vez más mortíferas y sofisticadas. Eso sí, para usarlas contra los demás.
Por otra parte, los avances en IA, las propuestas de implantes electrónicos, chips en la piel para poder ser identificados o pagar la cerveza con un pase de mano mágico están a la orden del día. El nuevo hombre roboticus está por nacer. No parece que se acerque al hombre nuevo imaginado por F. Nietzsche.
Pareciese que el desarrollo tecnológico de las sociedades modernas está directamente correlacionado con el nivel de estupidez alcanzado. Se han oído propuestas de eliminar la filosofía de la enseñanza académica básica. No sé si llegará a ser realidad, pero de ser así, la educación creará sabiondos tecnológicos pero ignorantes de los aspectos más básicos de la vida y de ese intento de entenderla. Eso sí, nos seguirán dando la tabarra desde el más allá.
Dibujo: Ander Garcia O’Dell