Hay coyunturas históricas, pocas pero fecundas, en las que quienes acostumbran a mandar creen estar bien encaminados si siguen haciendo lo que hasta ese momento convenía a su saber e intereses. Pero al no percibir el cambio de circunstancia, acaban arramblados en los desagües del poder, estupefactos y cariacontecidos al no saber en qué estriba su fracaso.
Eso ocurrió por ejemplo con Francia e Inglaterra entre las dos guerras mundiales: dispuestos a mantener incólumes los principios del poder imperial, acabaron sin imperio y sin poder global, desplazados por el nuevo modelo estadounidense de organización del capitalismo internacional, basado en la descolonización y el poder de las multinacionales.
Durante el último medio siglo, los actores políticos y sociales del occidente de Europa parecen no haberse dado por enterados de que el modelo de reconstrucción y desarrollo que llamamos “estados de bienestar” y “mercado común” ha sido posible al ser tolerado y tutelado por la potencia realmente existente en este lado del Telón de Acero. Europa dejó de ser el centro del mundo con el final de la II Guerra Mundial, y si el continente aun mantuvo cierta atención geopolítica preferente por el resto del mundo fue porque europea era la potencia que organizaba el mundo al otro lado del mentado Telón de siderúrgica factura.
Un efecto sino simétrico, si muy parecido, aconteció con la Unión Soviética. La revolución china, que se leía como confirmación del liderazgo y extensión del ciclo soviético de las revoluciones socialistas, fue en realidad más una revolución anticolonial que anti capitalista, y señal no atendida de la inviabilidad a largo plazo de un sistema de sometimiento pseudo colonial como el vigente tanto en el reconfigurado y sovietizado imperio ruso y tras los acuerdos de Postdam, también en Europa oriental. Después de la reconstrucción postbélica y pese a las ensoñaciones del sorpasso proclamado por Kruschev, el desarrollo socialista soviético languidecía al cuidado de una soporífera gerontocracia que reflejaba el escaso dinamismo económico y productivo de una sociedad incapaz de reaccionar a su propio estancamiento.
Mientras, en China iban a pasando cosas, a las que poca atención se prestaba en las Europas, por considerarlas costumbre exóticas y poco relevantes para nuestra circunstancia.
Es cierto que las primeras “cosas” que pasaron fueron sonoros fracasos. El Gran Salto Adelante o La Revolución Cultural fueron sacudidas sociales incomprensibles desde la autosatisfacción inane de una Europa o el conformismo de la otra. Pero en China se aprendió que imponer un modelo de desarrollo tecnológico basado en la autonomía o creatividad de las comunidades locales no es viable sin un considerable desarrollo previo de las capacidades tecnológicas y de gestión de esas comunidades, y que sustituir de golpe la dirección de la sociedad organizada desde el Estado por la acción colectiva espontánea de las masas conduce al desorden social absoluto. China quiso ensayar una vía independiente del capitalismo y del autoritarismo, y en las primeras pruebas no le fue nada bien.
No es tan fácil deshacerse del capitalismo como pensaban Lenin y los bolcheviques, o del estado, como pensaban Bakunin y los anarquistas. Aprender esas verdades en carne propia llevan en China al convencimiento de que el desarrollo asociado al capitalismo es una necesidad histórica, pero que en las condiciones de un país postcolonial, el capitalismo tiene que estar fuertemente embridado para que surta algún efecto beneficioso. Y se aprendió que las condiciones para superar el estado autoritario a la soviética requiere unas condiciones no solo de conciencia social sino también tecnológicas, que no se pueden lograr por decreto a corto plazo.
Lo que ha hecho China a principios del siglo XXI mediante un procedimiento de prueba y error es encontrar un modelo de organización social que supera al propio modelo occidental vigente basado en el poder de las corporaciones, primacía del mercado y desarrollo del estado de bienestar, a la vez que evita el estancamiento del socialismo estatalista. Se puede afirmar que en China hay capitalismo, pero China no es capitalista; al menos lo es mucho menos que los países occidentales, o los de la Europa oriental recién incorporados al poder mercantil, porque el principio rector del sistema no es el del máximo beneficio, sino el del máximo desarrollo de las fuerzas productivas compatible con la mejora sostenida del bienestar de la población. Paradójicamente, el modelo práctico que más se aproxima a las ideas de primacía del bien común y de la propiedad privada en función social que proclama la Doctrina Social de la Iglesia católica.
China supera largamente la capacidad del estado en Occidente para regular la vida social. El “ajuste fino” de la regulación macroeconómica al que estamos acostumbrados por estos lares, es compatible con los cambios de gobierno mediante procedimientos de electorales masivos, porque la continuidad de la vida social no es responsabilidad que competa a la acción del estado, sino a la del mercado. Curiosamente en Occidente hacemos compatible el estado democrático con la tiranía del mercado sin que ello genere ningún desasosiego.
El modelo chino, al limitar la acción del mercado a los objetivos sociales definidos desde el estado, desarma el poder del mercado. Por eso, como les gusta señalar a muchos analistas chinos, la continuidad del gobierno basado el poder del partido único es allí compatible con una variedad de orientaciones políticas y de cambios sociales reales muy amplios en un sentido o en su contrario (como reinstaurar el mercado, acabar con la pobreza o pasar en una generación a liderar el cambio tecnológico mundial) , mientras que en Occidente los cambios de partido de gobierno solo son estables sobre la base de asegurar la continuidad de los fundamentos del poder mercantil de las corporaciones, es decir con el continuismo social básico.
El modelo chino está en constante evolución, y aun tiene muchas asignaturas pendientes, que no son necesariamente las que se critican desde Occidente, sino las que reconocían los propios dirigentes políticos (o una parte de ellos) en la época de Mao, principalmente que el desarrollo bajo el socialismo es incompatible con el poder autoritario del estado. Y ciertamente aun no se han descubierto los procedimientos para democratizar la participación organizada en las decisiones estratégicas de la sociedad. Salvo, y no es cosa menor, la que ejercen los 100 millones de chinos afiliados al PCCh, que intervienen en esos debates desde las filas del partido del poder –uno de cada trece ciudadanos–.
¿Acaso las decisiones estratégicas en nuestro entorno las deciden de forma colectiva todos o una parte de los ciudadanos? ¿Acaso hay canales organizados para que digamos no menos de 170.000 ciudadanos vascos decidan colectivamente sobre las cuestiones clave que afectan al presente y al futuro de la sociedad y la economía vasca? ¿Hay instrumentos para que el poder de esos 170 mil vascos –uno de cada trece– se impongan a los pocos centenares de miembros de consejos de administración de las empresas de referencia en el país? Es en estos términos que hay que enfocar la cuestión de la democracia, aquí y en China, es decir de una forma realista y por tanto (hegelianamente) racional, en términos de poder ciudadano de decisión, principio de actualidad del ejercicio de la libertad potencial, sin el cual esta es mera apariencia evanescente.
En todo caso, el futuro del modelo social global pasa por cualquier evolución que se produzca en los parámetros básicos del modelo social chino. En consecuencia, si no empezamos a establecer procedimientos –institucionales, legales, sociales y políticos– para que las decisiones sobre el bienestar de la población no se vean condicionadas por la ley del máximo beneficio, sino al revés, que el beneficio se subordine al desarrollo tecnológico, social y político del país, no habremos aprendido la lección más importante de la actual coyuntura histórica mundial.
Profesor titular de Economía Política en EHU/UPV