Desde la reunificación de Alemania bajo la constitución de la república federal, es decir de una de las dos partes, Estados Unidos comienza a diseñar una política de lego plazo destinada a evitar la formación en este lado del Atlántico de un polo de poder global alternativo al diseñado por las élites estadounidenses. No fue Trump sino Bush el que impidió que las empresas europeas participarán en el proyecto de satélites europeos Galileo, y si el proyecto no descarriló fue por una inusitada reacción política de los gobiernos de la UE, que hoy sería por cierto más necesaria que entonces, decidiendo que fuera un proyecto solo con recursos públicos.

¿Europa sin padrino?

Tampoco fue Trump sino Bush II quien decidió invadir Irak, saltándose las resoluciones de la ONU y haciendo oídos sordos a la oposición de los principales líderes europeos de la época.

Fue a Obama y no Trump a quien se descubrió espiando a los gobiernos europeos, salvo al británico –solidaridad anglosajona obliga–. Y tampoco fue Trump sino Obama el que hizo oídos sordos a las reticencias de los europeos al golpe de Estado promovido en Ucrania (“Fuck the EU” fue el grito de guerra de Victoria Nuland, la secretaria política para Europa de las administraciones Obama y Biden).

Y bien “fuck” que ha quedado la UE, cuando Biden, no Trump, decidió hacer estallar las tuberías se gas ruso en el mar Báltico, provocando la mayor crisis energética en Europa desde el septiembre negro de 1973. De nada sirvió la concesión hecha por Alemania al amigo americano de no construir la tubería del Sur de Europa: la suya, tampoco ha sido permitida.

No es cierto que Trump represente un cambio radical en la política exterior norteamericana. Por el contrario, Trump mantiene la perspectiva consensuada entre las elites gobernantes en ese país, que sitúan a China como el único desafío relevante a la hegemonía global estadounidense. Y también mantiene la visión compartida por demócratas y republicanos de la UE como un protectorado norteamericano, al que hay que impedir cualquier atisbo de independencia estratégica, tanto económica como militar (el dominio tecnológico es clave en lograr este objetivo).

Mientras el partido demócrata estadounidense se encargó de hacer lo necesario para limitar el acceso de la UE a la energía barata rusa, y en particular al gas, sin el cual es imposible implementar la agenda verde europea, y por tanto deja a la UE sin proyecto estratégico, la nueva administración republicana va a hacer lo necesario para que el petróleo ruso sirva para alimentar la economía estadounidense, objetivo tanto más importantes cuanto el intento de dominar completamente el petróleo de Medio Oriente ha fracasado.

Una UE enemistada con su principal suministrador de recursos energéticos y un Estados Unidos reconciliado con Rusia son condiciones necesarias para que el gobierno Trump pueda centrarse en confrontar con China, teniendo más o menos en orden su patio trasero, que incluye no solo a Iberoamérica, sino a Europa occidental y central, Oceanía y Canadá.

Con estos y otros antecedentes, causa cierto asombro la reacción de los dirigente de la UE ante la nueva administración norteamericana, y su intención de lograr una paz estable tanto en Oriente Medio como en Ucrania. Aunque quizá se entienda mejor repasando el negacionismo que se instaló en la UE desde febrero de 2022. Si antes los gobiernos trataron con menosprecio y negligencia las exigencias rusas de un marco de seguridad y cooperación compartido en Europa, desde febrero de ese año, con el inicio de la invasión rusa de Ucrania, se prohíbe la difusión de cualquier línea argumental que tenga en cuenta los intereses rusos en el escenario europeo. En un subcontinente que se jacta de incluir entre sus valores eternos la libertad de expresión, se instaló la censura mediática y la propaganda masiva.

No ocurre lo mismo al otro lado del Atlántico Norte, pues si bien los discursos contemporizadores o prorrusos encontraban cierta reacción de la administración demócrata, con cuestionamientos por parte del FBI incluidos, siempre hubo medios de comunicación tradicionales que rechazaban la narrativa del “agresor imperial” ruso, cuestionada incluso por representantes –en su mayor parte republicanos– en el Congreso de Estados Unidos. Una diversidad de perspectivas que contrasta con el discurso monolítico implantado en Europa occidental y central.

De aquellos barros, los lodos actuales del desconcierto y confusión entre quienes hacían oídos sordos a cualquier discurso que no fuera el del contraste entre el jardín y la selva, del Putin agresor y la libertad defendida por las armas norteamericanas y la sangre de los ucranianos occidentales. Porque los ucranianos orientales, simplemente no existen en el imaginario dominante.

No debería extrañar que el resto del mundo realmente existente –en África, en Iberoamérica o en Asia– contemple con cierto escepticismo las proclamas de autoexaltación europea como principales defensores de la paz, cuando la guerra en Europa comenzó no en Ucrania, sino con el desmembramiento de Yugoslavia, auspiciado por Alemania y otros países comunitarios (o no comunitarios, como el Vaticano, el primero en reconocer la independencia de Croacia).

La reacción que se manifiesta ahora, que proclama como única expresión válida de europeísmo la necesidad de un aumento del gasto militar es así mismo una muestra de debilidad política. La UE no necesita un mayor gasto en armamento, y en particular no necesita alimentar los beneficios del complejo militar-industrial norteamericano, como están haciendo países como Polonia o los bálticos. España solo necesita el gasto militar que permita defender las fronteras de los peligros reales, no los imaginarios. Y aquellos solo son los que tienen reivindicaciones territoriales sobre partes del territorio español.

Ni Rusia, ni China, ni tampoco Irán son enemigos reales ni potenciales de la democracia española, por mucho que sus respectivas democracias sean manifiestamente mejorables. Una acción inteligente llevaría sí a reforzar la inversión en el tejido industrial militar asociado a proyectos de desarrollo tecnológico en el marco de nuevo armamento europeo, y olvidarse de compras de bombas, drones o aviones fabricados por otros, y que por mucho que la contabilidad nacional la denomine inversión, es en realidad un despilfarro en objetos llamados a convertirse en chatarrra oxidada antes de encontrar cualquier uso útil.

Y tampoco vendría mal en la UE un poco de humildad –que a tenor de las primeras declaraciones del próximo canciller conservador alemán, dispuesto a ningunear la legalidad de la Corte Penal Internacional para recibir al responsable del genocidio palestino, ni está ni se la espera– porque en el jardín comunitario se ha instalado el miedo a la verdad, sobre todo cuando esta confronta la propia imagen de superioridad moral y política de la que hace causa común la clase política europea. Como dice Andrea Zhok, uno de los analistas más lúcidos de la Europa actual, “la construcción sistemática de la mentira mediante la distracción, de la falsedad mediante el disimulo, éste es el verdadero juego del poder contemporáneo. Quien teniendo los medios intelectuales para comprenderlo no escapa a él es cómplice”.

Profesor titular de Economía Política en EHU/UPV