Desde que el escritor soviético Alekséi Tólstoi dijo que la muerte es un prejuicio burgués, hemos aprendido muchas cosas, ya que la muerte ha sido una profesora paciente. Y es mucho lo que estamos aprendiendo después de la dana con epicentro en Valencia y focos en Castilla-La Mancha y Andalucía. El insoportable recuento de muertos y desaparecidos, muchos de ellos ya fallecidos pero sin contabilizar, confirman el axioma de que el número es información. Como la información es de alcance pavoroso las autoridades la dosifican y, al contrario que un taxímetro que va indicando el peaje según transcurre el trayecto, los muertos cobrados por la dana se contabilizan, con suerte, al final de cada jornada, táctica para aliviar tensiones que no está dando el resultado pretendido si observamos lo sucedido en las calles y aledaños del tanatorio instalado en la Ciudad de la Justicia de Valencia.

Los primeros días han retratado a una clase política dirigente compuesta por personajes de autocompasión narcisista, incapacidad de estar de duelo, soberbios de malos humos. Así que el domingo fueron recibidos por una multitud embarrada ante la cual cada uno hizo lo que pudo: esfumarse –¿cómo estás, Pedro? Carlos, ¿qué pasa?–, o mantener el tipo, como el rey de España, que para eso ha sido educado. El tumulto popular entraba dentro de lo previsible, aunque de manera no tan cruda, por lo menos en el encaramiento contra el rey, lo nunca visto.

Los ciudadanos llevaban días sin la atención debida, consecuencia de una Generalitat valenciana y Gobierno de España a la greña; la Aemet y la prevención meteorológica regional sacudiéndose las culpas; Fuerzas Armadas y policía reclamando su intervención al parecer no solicitada por las autoridades locales. Toda esa malandanza no ha llevado a la población a caer en el desaliento, en la consternación. Tras comprobar que seguían vivos comenzaron a rescatar a los supervivientes en riesgo; a buscar a sus muertos que ya son los muertos de todos; y a recuperar sus bienes pues al vértigo de poseer le sucede el vértigo de perder, vértigo sin fondo cuando lo has perdido todo.

Los voluntarios

Y aparecieron por miles los voluntarios, fuerza juvenil, dispuesta y sin formación especializada pues desescombrar, alisar, recoger y distribuir exige unas competencias que van más allá de la mera entrega. En este punto me pregunto si entre los conocimientos a impartir en la enseñanza secundaria no se debería incluir una formación en auxilios catastróficos, sobre todo ahora que los expertos en clima nos informan sobre la mayor recurrencia de las catástrofes.

Me quedo con la imagen imborrable del regreso a casa, por el puente bien llamado de la Solidaridad que une Valencia con el barrio de la Torre, de los voluntarios, sonámbulos de manos y pies torpes después de desembarrar los sótanos, garajes y viales de los municipios y pedanías de l’Horta Sud.

En la naturaleza todo es interacción y reciprocidad. Es una totalidad viva, unida en la variedad, como nos enseñó Alexander von Humboldt, primer científico-ecologista de la Historia. El hombre puede actuar sobre la naturaleza y apoderarse de sus fuerzas para utilizarlas solo si comprende sus leyes, insistía.

En el Estado español hay 27.000 kilómetros cuadrados de zonas inundables en los que viven cerca de tres millones de personas. En Euskadi está cartografiada la inundabilidad de cada zona del territorio, así como los periodos de retorno, es decir, evaluadas las posibilidades de grandes precipitaciones tipo dana a 10, 100 y hasta 500 años.

Pero es más fácil prever las condiciones meteorológicas que controlar el factor humano. La destrucción del pueblecito de Letur (Castilla-La Mancha), tantas veces filmado en estos días, es un definitivo ejemplo de que damos vida a las piedras a costa de quitársela a los hombres. Sus casas, originariamente construidas en un collado a salvo de las riadas, se fueron extendiendo por los márgenes del río y torrente, ocupando la parte baja del municipio ahora desaparecida por el desbordamiento de las aguas. Paiporta es un municipio doliente. En los años 50 del pasado siglo, Paiporta sufrió heladas que acabaron con su economía agrícola, después inundaciones, luego incendios, todo seguido en apenas cinco años. Alguien pensó que un crecimiento urbanístico desesperado, destinado a servir de acogida a la inmigración interior y desahogo a la ciudad de Valencia, conduciría el antiguo pueblo campesino hacia la modernidad. Los agricultores vendieron a buen precio sus huertas, nadie estaba dispuesto a dejar pasar la oportunidad, y así se hizo hasta esquilmar el terreno, incluida la proximidad del barranco de Chiva, el mismo que se desbordó en 1957. Sesenta y siete años después, Paiporta y las vecinas Benetúser y Catarroja sufren otra inundación esta vez de fuerza descomunal. Es por lo tanto obligatorio controlar el factor humano que no puede ser un rival de la naturaleza. Curiosamente, la palabra rival viene del latín rivus, arroyo, lo que deja claro (a mi juicio) la sempiterna lucha –rivalidad– entre el hombre y el agua.

Nuestras zonas inundables

A todos los bizkainos se nos ha pasado por la cabeza un futuro incierto para la isla artificial de Zorrotzaurre, gran operación de regeneración urbana de Bilbao. Cada riada del Nervión, cada pleamar intensa con desbordamientos en Erandio, Elorrieta y San Ignacio nos alarman, pues semiconvencidos de que las actuaciones de ingeniería como el tanque de tormentas a punto de finalizar pueden ser paliativos, sin embargo el desastre siempre acecha. Lo mismo que en las estrechuras de los valles del Deba, Urola, Urumea o Bidasoa, así como en gran parte de nuestro litoral.

Visto lo sucedido en Valencia creo que reconsiderar y actualizar las zonas de inundabilidad de nuestro territorio se hace urgente al igual que las modificaciones legales para mejor proteger al territorio de la codicia de los humanos. Debemos darle un par de vueltas al urbanismo, o quizás sola una, y ahora que se demanda más y más vivienda para los jóvenes, autorizar la construcción de edificios con más alturas y menos ocupación de suelo librándonos de edificar sobre zonas ahora limítrofes con las inundables, pues en un futuro cercano estarán al alcance de las aguas ahora someras. El punto de ruptura entre las palabras y las cosas ha llegado ya. El peso de la culpa decantará el fiel de la balanza hacia las malas si se sigue haciendo oídos sordos a las opiniones de los científicos tantas veces acusados de profetas reaccionarios contra el progreso de la humanidad. Pero, ¿quieren hacerme el favor de decirme en que consiste ese progreso “destripa-suelos”, si es que existe? Porque así es como se acaba el mundo: no con una explosión, sino con un gemido. El largo gemido de las personas humanas que, a lo largo del tiempo, antes cada milenio, luego cada siglo, ahora cada decenio, contemplan que la vida se achica cuanto más se explota el territorio.

El título de este artículo de opinión corresponde a una cita del escritor T. S. Elliot