La nueva y primera presidenta del Tribunal Supremo y del Consejo General del poder judicial ha debutado en el cargo sosteniendo, en afirmación justamente resaltada por todos los medios de comunicación, que “ningún poder del Estado puede dar indicaciones ni instrucciones a los jueces sobre cómo han de interpretar y aplicar el Ordenamiento Jurídico”.

La afirmación, y todavía más algunas simplificaciones o interpretaciones que se han hecho de ella, tiene su miga. El firmante, como no pertenece a poder alguno pero si integra ese “pueblo” del que la Constitución (art. 117.1) dice que “emana” la justicia, se va a permitir, no ya enviar instrucciones a quienes, celosos ellos de sus atribuciones, nunca harían caso alguno a las mismas, sino intentar delimitar cual es el sentido en el que la afirmación de la Sra. Perelló es democráticamente aceptable y en cuales de los recogidos e interpretados por algunos medios, no es ni jurídica ni democráticamente asumible.

Algunos han entendido que se ha dicho que ningún poder puede dirigir instrucciones al judicial.

Esta costumbre de tomar la parte (juez) por el todo (poder judicial) no es privativa de los medios de comunicación, jueces varios y asociaciones judiciales incurren en ella constantemente cuando reivindican, por ejemplo, la constitucionalmente inaceptable “independencia del poder judicial” para entenderla además como capacidad de autogobierno ilimitado, pero es jurídicamente incorrecta y democráticamente abusiva.

Por supuesto que el poder judicial está sujeto a instrucciones, es el legislativo el que elabora las leyes y le señala, en consecuencia, lato sensu, los parámetros básicos en que debe fundamentarse su actuación. Llegado el caso, el legislativo, siguiendo el viejo adagio latino in claris non fit interpretatio, (donde está claro no hay que interpretar), podría limitar el margen de discrecionalidad de quien debe dictar sentencia, hasta el punto de facilitar que se le sustituya por inteligencias artificiales o máquinas de uno u otro tipo.

En democracia no existen poderes independientes en cuanto tales, todos dependen de la soberanía popular. La Constitución deja muy claro que la justicia deriva de la misma no en diferente medida en que lo hacen legislativo y ejecutivo, aunque sea distinta en cada caso la forma de provisión de sus integrantes. Todos los poderes están al servicio de la sociedad, que es la que les da “instrucciones”. Por cierto, ¡qué pocas veces se oye hablar a los máximos representantes de cada uno de los poderes en términos de “servicio” en lugar de en términos de “poder”. ¡Qué pocas veces se proclaman “servidores” antes que “titulares de derechos y potestades”!

Si alguien ha entendido a la ilustre presidenta que ningún poder puede dar instrucciones a los jueces ( que es lo que literalmente ha dicho ) tampoco puede aceptarse la sentencia ( generalmente elogiada en el ámbito jurídico-mediático ) sin matices.

Es cierto que si que cuenta con amparo jurídico en lo que dispone el artículo 12 de la Ley Orgánica del poder judicial, “en el ejercicio de la potestad jurisdiccional, los jueces y magistrados son independientes respecto de todos los órganos judiciales y de gobierno del poder judicial” que tampoco “podrán dictar instrucciones de carácter general o particular dirigidas a sus inferiores sobre la aplicación o interpretación del Ordenamiento jurídico que lleven a cabo en el ejercicio de su función jurisdiccional” o el artículo 13, “todos están obligados a respetar la independencia de jueces y magistrados”, pero siempre y cuando se entienda en los estrictos términos de estos preceptos, sin mutilaciones.

Los jueces y magistrados no pueden recibir instrucciones sobre la interpretación y aplicación del Ordenamiento que deban realizar en sus actos y sentencias, pero ese es el estricto ámbito de independencia que se les garantiza. No menor, pero tampoco mayor. Cabe todo tipo de “instrucciones” siempre que no tengan ese por objeto.

La presencia de “instrucciones”, o cosa que se le parezca, a los jueces sobre el contenido necesario de sus pronunciamientos es extremadamente insólita. Es difícil recordar casos en que algún representante público, (no opinadores de medio pelo como pueda ser el firmante) se hayan dirigido a un juez/a señalándole el contenido debido de su fallo. (No hay que confundir esto con la crítica legítima de las decisiones una vez adoptadas o la expresión en público de la opinión legítima sobre cómo se cree que debería interpretarse la norma aplicable).

¿A qué viene entonces tanto hincapié en defender independencias no cuestionadas o ausencia de “instrucciones” no recibidas? ¿Se trata de una actitud preventiva ante una expectativa de que lo no sucedido hasta ahora pueda acaecer en un futuro, o un intento, más bien, de reprimir aquello legítimo desde la perspectiva de los artículos 117 y 12, como es el ejercer el libre derecho de opinar? Derecho del que, por cierto, no se privan jueces y magistrados ni siquiera respecto de cuestiones sobre las que pueden verse posteriormente obligados a fallar o sobre las actuaciones de los representantes de otros poderes que, al parecer, no tienen el derecho (no pueden ser tan “independientes”) de pedir que no se les dicten instrucciones desde la judicatura, pese a que en este caso si que hay una prohibición legal expresa, la del artículo 395 de la LOPJ.

Entramos en el terreno de las apreciaciones subjetivas, y evidentemente los toros no se ven del mismo modo en el ruedo y desde la barrera, pero no me privaré de afirmar que si los legítimos representantes de la voluntad popular manifestasen susceptibilidad semejante e hiciesen tanta exhibición de plañiderismo en relación con los ataques, críticas y faltas de respeto de todo tipo que reciben, la convivencia social resultaría extremadamente difícil. Vamos, que hay muchas cosas que no nos gustan ni nos pueden gustar. (Y en muchos casos con razón). A todos. Pero que van en el sueldo.

Analista