En las últimas semanas nos han llegado varias noticias curiosas, parecidas en su contenido peculiar, propias de esa estación ociosa que es el verano. La primera nos informaba de que hay una iniciativa municipal en Pamplona a través de la cual se quiere proponer la celebración de los Sanfermines más allá y más acá de los nueve días de julio, organizar actos festivos no sólo en la llamada Escalerica, sino en otras fechas concretas aún por determinar.

La segunda noticia es más reciente y procede de Venezuela. Nos sorprende también por su cariz estrambótico, nos comunica la decisión del presidente Nicolás Maduro de adelantar la Navidad de 2024 al 1 de octubre. En palabras del mandatario, se hace en “homenaje” y “agradecimiento a los venezolanos”, “para todos y todas”, “con paz, felicidad y seguridad”. No es la primera vez que ocurre. Ya en 2020, debido a la crisis del covid-19, Venezuela llegó a la Navidad antes que el resto de países, la adelantó a octubre para compensar los efectos de la pandemia. Aunque en principio sólo afecta a la decoración de las calles y los establecimientos, pretende insuflar en el ánimo de la gente ese espíritu que todos asociamos a la Navidad.

Más allá de contextos políticos, afortunadamente muy diferentes entre sí, no hay duda de que estamos ante ocurrencias similares. Tanto la iniciativa de Pamplona como la de Venezuela resultan llamativas por su extemporaneidad, por su carácter inopinado. Siempre salvando las distancias, es obvio que ambas pretenden distraer la atención del ciudadano, evitar que su interés se centre en los problemas, en las verdaderas necesidades, mantenerlo entretenido con anécdotas más o menos graciosas como a un niño con un juguete.

En el caso de Pamplona, una urbe de 200.000 habitantes, cualquiera es capaz de reconocer que hay asuntos mucho más importantes que el objeto de esa propuesta, prioridades relacionadas con la dotación de los barrios, el estado de la calzada, los nuevos tramos de carril-bici, la reducción de la presencia del coche en el centro o el saneamiento y renovación de muchas infraestructuras. Cualquiera que viva en la capital navarra, sabe que la extensión de los Sanfermines más allá de sus fechas habituales no sólo no urge en absoluto, no sólo no se reclama ni merece ninguna inversión adicional, sino que aparta el foco del único debate urgente a este respecto, la necesaria reforma de la fiesta.

Pero aquí, en el tema de la manipulación temporal de ciertas celebraciones, concurren otros aspectos. La propuesta de alargarlas va en contra de nuestra propia psicología, de nuestro modo de ser. Así como casi nadie es capaz de sonreír las veinticuatro horas del día, aunque sólo sea por una pura razón muscular, la mayoría de nosotros no soportaría vivir permanentemente con ese ánimo exaltado propio de la fiesta. Igual que sucede con el ciclo de las estaciones, nos gusta la variedad, el cambio, el paso natural de un tiempo a otro que sea diferente. Después de festejar en la calle durante los meses de calor, agradecemos una época como el otoño en la que nos sentimos estimulados de otra manera, animados por otra clase de incentivos, ilusionados por nuevos proyectos, inspirados por ese aire melancólico que incrementa nuestra creatividad.

Sí, todas esas sugerencias de llenar el calendario de jornadas festivas ignoran nuestra naturaleza, nos simplifican como seres humanos, restringen nuestra posibilidad de experimentar otras sensaciones. Por mucho que se presenten como gracias o concesiones simpáticas de los gobernantes, nos reducen a un esquema sentimental muy pobre. Y es que, como dice Isaac B. Singer en su libro de entrevistas con Richard Burgin, tenemos sólo cinco sentidos pero una paleta muy amplia de sentimientos. En nuestra vida, no existen sólo la alegría de la fiesta y la tristeza depresiva de la rutina. Entre uno y otro estado de ánimo hay infinidad de variantes, y, a su vez, cada uno de aquéllos admite y alberga otros tantos, todos esos momentos paradójicos en que sentimos lo contrario que los demás, o en un instante distinto, como esos testimonios de felicidad en un contexto dramático recogidos por Svetlana Alexiévich en sus “novelas de voces”.

Si lo pensamos bien, el deseo de algunos de extender la fiesta revela en el fondo el intento de imponer un sentimiento único, una uniformidad de usos y costumbres, de hobbies y aficiones, una misma forma de entender el ocio y la diversión, lleva consigo el riesgo de hacernos iguales en una versión estrecha, de convertirnos en individuos obtusos equipados sólo con dos emoticonos.

Por mucho que algunos políticos se empeñen en mantener las lucecitas navideñas encendidas durante meses, como esa pesadilla anual de las calles de Vigo, nosotros somos algo mucho más rico y complejo, criaturas que brillan en la oscuridad.