Cuántas veces nos encontramos en la vida con el dilema entre si decir algo o no a alguien: se lo digo o no se lo digo. A veces queremos pedirle perdón por algo que pasó, pero nos parece que ha pasado demasiado tiempo y no sabemos cómo se va a tomar nuestras palabras, tememos que quizá nos responda que llegamos demasiado tarde, y, finalmente, no le decimos nada. Cuántas veces hemos pasado por el trance de tener que decidir si decir o no a una persona que nos gusta y el miedo a que no nos corresponda nos ha paralizado de tal manera que hemos dejado pasar el tiempo sin decirle nada. Cuántas veces hemos querido decir a alguien que es muy importante en nuestra vida, pero el miedo a que nuestras palabras le parezcan una cursilería nos impide decírselo… El miedo, siempre presente, siempre paralizante, junto con la vergüenza o el pavor a hacer el ridículo.

Hoy, tras muchos años en los que me he callado muchas cosas, (imagino que como la mayoría de la gente), tengo cada vez más claro que merece la pena arriesgarse a hacer el ridículo, a que no te correspondan o a que te echen en cara que tus palabras llegan demasiado tarde. Porque si tus palabras son sinceras, no pueden quedarse ahí adentro. En un mundo lleno de mentiras y cada vez más adicto a la irrelevancia, no podemos permitirnos el lujo de no compartir esas palabras que contienen una verdad y que, seguramente, serán gratificantes para quien las recibe.

En los funerales se llora mucho por las palabras no dichas, por lo que no dijimos en vida a quien se fue. Así que, ante la duda, díselo. Las palabras que se quedan dentro se convierten en piedras pesadas que debemos arrastrar el resto de nuestra vida. Las palabras sinceras que decimos, esas nos devuelven una pacífica ligereza, una sensación de alivio por haber hecho lo que debíamos hacer. Cómo reaccione la persona a la que se las digamos no está en nuestra mano, pero decírselo sí. Así que, ante la duda, díselo.