Pareciera que el diablo merodea por cada rincón. Un manto de desconfianza trufa cada gesto político, cada decisión judicial, cada advertencia empresarial. Suenan todos cargados de aviesa intención. PSOE y PP, por ejemplo, disimulan malamente su voraz apetencia por el control de las togas tirándose los trastos a la cabeza. El Supremo y el Constitucional, a su vez, desparraman las sospechas ideológicas que les embargan cada vez que les toca el turno de supervisar la aplicación de la amnistía o, en su caso, la malversación en los ERE andaluces. La pequeña y mediana empresa ha puesto pie en pared con un grito ensordecedor pidiendo libertad en tiempos de democracia. No hay tiempo para la tregua, pendientes del primer fiasco de Begoña Gómez de camino ante el juez por el garaje, de las penúltimas concesiones de Salvador Illa para su investidura o del insólito experimento con gaseosa de los buques de la Armada para neutralizar cayucos intrépidos. Pero con el ojo puesto en la catástrofe conservadora británica y con el alma en vilo en las urnas francesas. La judicialización de la vida política española fluye insoportable como ácido contaminante. Un nefasto protagonismo jamás conocido con tamaño descaro, que no parece extinguirse para desesperación mayoritaria y rentabilidad espuria de una minoría. Nada más grotesco para la (des)confianza en la justicia que voltear la voluntad del poder legislativo como pilar de un Estado de Derecho. Aquí es moneda de uso corriente sin que implosione mayores escándalos que los mediáticos y los gritos desaforados en las Cortes. Se han asumido los conatos de rebeldía contra la ley, quizá alentados porque algunos ribetes del perdón fueron cosidos a volapié. Lamentablemente, siempre habrá una disculpa a mano de un tribunal predispuesto para tan graves disentimientos.
Esos agujeros de hondo calado pueden causar estragos en la voluntad del perdón acordada por una mayoría parlamentaria que empieza a hartarse de su incómoda posición. Los socios de investidura siguen sin acariciar una mínima esperanza de abrazar ese cambio de regeneración democrática, del que hasta ahora solo Sánchez lo sabe rentabilizar. Incómodos e incrédulos por orillados, aún continúan resarciéndose de esos mazazos tan secos recibidos a modo del pacto del bipartidismo en el gobierno del CGPJ y del frenazo demoledor a la amnistía por la vía de la malversación. Una fundada suspicacia que explica las ácidas críticas proferidas en el reciente pleno del jueves. Fue ésta la pantomima más patética: la culminación de un pacto entre dos firmantes que, en el fondo, solo quieren apropiarse del mismo botín y disimulan su mutuo recelo lanzándose improperios. Tampoco el TC se libra de la ecuación sospechosa. Ha tenido que barnizar Sánchez el color ideológico del Alto Tribunal, con sonoras incorporaciones nada asépticas, para que cayera como un castillo de naipes el firme convencimiento de culpa que había quedado explícito en las sucesivas resoluciones sin fisuras de hasta doce magistrados de jurisdicciones diferentes en los últimos tres quinquenios. Una exoneración de calado a modo de vitamina política para rearmar la reconstrucción del andamiaje socialista andaluz, asaeteado hasta la humillación de la mayoría absoluta del PP mientras la ciudadanía hacía chirigotas con el extravío de 680 millones de euros entre compadres, prostíbulos y chiringuitos.
En Catalunya, empieza a estallar el campo minado. La cuchillada en el cuadro de mando de ERC a propósito de la nauseabunda campaña contra los hermanos Maragall tira de auténtico manual de master. Una ofensa engendrada en las municipales del pasado año se hace ahora de cuerpo presente para ajustar cuentas entre los sectores enfrentados de Rovira-Aragonés y Junqueras, donde reina la sospecha como animal de compañía. El serial cainita continuará a medida que empiecen a acortarse los plazos para que Illa dé un paso adelante. De momento, el expresivo guiño del candidato socialista para conceder a la Generalitat la capacidad recaudatoria del 100% de los impuestos sigue desbrozando el camino para evitar la temida por irrelevante repetición electoral. Sin embargo, nada es premonitorio. La desconfianza entre la afiliación republicana supera los límites razonables.
Así les va.