¿Y ahora qué? Nos preguntábamos ya, nada más conocer el ataque de Hamás contra la potencia agresora que es Israel. Convencidos como estábamos de la reacción sionista, únicamente nos preocupaban las dimensiones de la masacre, que dábamos por hecha, por parte de la prepotencia de un Estado, dispuesto a proseguir su proyecto de destrucción y aniquilamiento de la colectividad nacional palestina. Se tiene la impresión de la incapacidad del mundo occidental para afrontar un conflicto generado por su dejación, en definitiva. La gestación del Estado israelita es resultado de una cadena de despropósitos, desde la misma división de Palestina, decidida por la ONU en 1948. Afirmar que esta medida contradice principios fundamentales, reconocidos por las mismas declaraciones de derechos universales de las que esta institución se erigió en garante, no es una exageración. Peor aún, se discute la validez jurídica de una medida tomada en medio de presiones y coacciones sobre muchos de los Estados que se vieron forzados a votar en un sentido favorable a la propuesta de división de Palestina, presionados por los sionistas, incrustados en instituciones de toda índole, que llevaron a cambiar su decisión a un importante sector de los miembros constitutivos de la Asamblea general de la ONU (Alison Weir: la historia oculta de la creación del Estado de Israel. 2021). Luego, la secuencia de desmanes israelíes, concretados en la expulsión de sus casas y expropiación de tierra y demás de los que son víctimas los palestinos, en una dirección que permita a los sionistas culminar su proyecto que deje a los israelíes dueños del terreno.
Hoy se evidencia nuevamente que nos encontramos ante un nuevo avance en el programa sionista y se llega a la convicción de que no nos encontramos ante un conflicto normal. Es claro quién es el agresor y que esta guerra no responde a una disputa entre dos potencias imperialistas. No cabe en nuestro caso plantear el conflicto desde los esquemas escolásticos de la guerra justa. Sorprende un supuesto tal, en el que individuos anónimos puedan y se vean obligados a dañar y matar a quien se encuentra enfrente de ellos, porque los dirigentes de ambos lo consideren oportuno. Parece que el mundo civilizado –de esta manera lo denominamos–, ha conseguido superar el horror de la guerra en la medida que ha establecido una normativa que permite el enfrentamiento bélico, ateniéndose a unas reglas que libren de los efectos de las armas a quienes no son luchadores, a quienes son considerados inocentes, porque quien maneja armas no tiene otro argumento que el poder de estas. La realidad contradice flagrantemente tal perspectiva. De hecho, todos los Estados se afirman con la exhibición de su fuerza armada y más en una época en la que se han diseñado armas destructivas que amenazan, no ya a los combatientes, sino al arrasamiento del presunto enemigo; planteamiento este que persigue la destrucción total de población y recursos de toda índole, de entenderlo justificado: armas nucleares y otras denominadas de destrucción masiva, que vienen siendo usadas por las potencias, cuando lo consideran conveniente.
Es por esto por lo que puede ser cuestionado desde un punto de vista ético que resulte asumible la sujeción a determinadas normas a la hora de aplicar la violencia destructora, dando por hecho su legitimidad. La cuestión de principio no parece que deba residir en los métodos de lucha y pretender que pueda existir diferencia entre sistemas legales de lucha y otros terroristas; los primeros correctos y los segundos criminales. La legítima defensa únicamente tiene sentido en situaciones concretas y personales. La violencia hasta la destrucción del adversario constituye un valor cultural al que no se encuentra dispuesta a renunciar la humanidad universal, a excepción de una minoría altruista; violencia que las sociedades y Estados consideran el recurso fundamental de su poder y del Derecho.
A decir verdad, no se puede entender el presunto derecho a la defensa y la limitación de los medios que posibiliten la consecución de tal objetivo, mediante la aniquilación del agresor. No nos encontramos ante una realidad histórica, sino que es presupuesto de la generalidad de los Estados actuales. La mención de los bombardeos atómicos es la mayor expresión de tal aserto, que se intenta ocultar con el discurso mediante el que los Estados y sus gobiernos pretenden aparecer con una imagen pacífica. La realidad, sin embargo, nos muestra en el mundo actual que el esfuerzo de mayor entidad de los gobiernos a la hora de desarrollar armamentos persigue el aniquilamiento de la población y equipamiento civiles como objetivo estratégico primero. Parece obvia la pregunta a quienes piden que se guarden las formas en la aplicación de unas actuaciones que destruyen masivamente vidas y bienes; particularmente cuando los protagonistas son potencias que se reclaman guardadoras de valores superiores, por encima de instancias internacionales. ¿En qué basan su derecho a impedir que sus adversarios menos poderosos no echen mano de cualquier recurso que se encuentre a su alcance, cuando ellos mismos no se detendrán en utilizar todo su poder, al margen de que su violencia destruya masivamente vidas inocentes y sus bienes? ¿Acaso los daños colaterales no son muerte y destrucción como los objetivos directos?
Puede parecer que la conclusión sea un dilema terrorífico. Simplemente afirmo que no considero solución la respuesta violenta del agredido. Únicamente destaco la hipocresía de quien se atribuye el derecho a matar y destruir, haciendo caso omiso de la opinión general. La solución no puede ser otra que la renuncia general a la violencia. A la espera de que pueda llegar ese momento algún día, no veo otra solución que una disposición por parte de las grandes potencias –y particularmente de la colectividad humana– a aceptar de una vez por todas el acuerdo de los Estados y arbitraje universalmente aceptado.
Miembro de Nabarralde