Hay que darle un sentido a la vida, por el hecho mismo de que carece de sentido. (Henry Miller)
Comienza el año, y el Teatro de la Historia prosigue su función incesante fluyendo como el río de Heráclito, en el que nadie se baña dos veces porque, según el aforismo del filósofo jónico, nada es igual tras cada instante; todo se ve arrastrado por la irrefrenable fuerza del río de la vida: pasiones, rencores, banalidades, edictos, dictaduras, egoísmos, pactos deshonestos, anatemas, pensiones millonarias, escándalos políticos, corrupciones, entierros de necesarias investigaciones…; todo sucumbe en sus aguas turbulentas y, pese a ello, pese a la dicotomía del alma, siempre queda en sus riberas la repetida esencia de la ilusión por la vida y la humana necesidad de mejorarla.
Tras el solsticio de invierno comienza a crecer el sol, el frío deja de agarrotar el amanecer y la luz se dilata llenándonos el espíritu de un grado de felicidad que busca renovar el futuro, como se renueva la sabia de los árboles, recordándonos que estamos vivos para vivir. Al iniciarse el año hay un hábito de reflexión con el que nuestra conciencia hecha una mirada a lo vivido en estos tiempos mediocres de miseria moral y política, y uno se cuestiona si sería más sensato perseguir únicamente los sueños más bellos y elementales de nuestra condición humana.
Algunos seres preclaros dan un giro radical a su forma de vivir al ver un nuevo modo de esclavitud en su horizonte, en sus ciudades, en sus trabajos y en el frenético servilismo que brindamos a la tiranía del consumo. La vida, pálidamente enaltecida por nuestros pequeños triunfos, nos pide romper con la mediocridad del conformismo y nos acerca al borde de la náusea por los graves errores del mundo, por sus mentiras, hipocresías y convencionalismos que convierten todo en una ficción de la realidad, dejando un regusto de culpabilidad en nuestras conciencias.
Europa finge amar el futuro progresista por encima de todo, sacrificando el delicado tejido poético que da sentido a nuestro paso por este planeta, y dando prioridad a la eficacia que deteriora la solidaridad en un continente donde, paradójicamente, todos hablan de humanismo.
Demasiados silencios sin liberar nuestra energía natural, frenada por una cultura llena de anacronismos y perezas de introspección personal que impiden mostrar nuestras singularidades. Vamos pasando todas las aduanas de nuestro desarrollo vital ocultándonos la realidad de esta vida irreal que todos llevamos. Hay motines que son, y deben ser, de uno solo; quien no hace esa revolución acaba siendo dirigido y fagocitado por el poder.
La corrupción que se atribuye a la política es extensible a todas las facetas que se desarrollan en la sociedad, y plantear la verdad a las masas, lejos de lograr un entendimiento, se está convirtiendo en una querella que nos exige volver a la farsa bamboleante en la que estamos inmersos y que ya no soporta más envolventes disfraces sobre una realidad social en la que, lamentablemente, el engaño es tan cómodo para el que miente como para el mentido.
El poder incendiario y los líderes del euro se han dedicado a mimar su panal de dinero, convirtiendo a los ciudadanos en abejas obreras a su servicio; el imperio económico necesita militantes y no sabe qué hacer con los idealistas. En este inicio del año, tras mirar hacia atrás, vemos qué difícil es hacer la crónica de nuestra política nacional, no por falta de tema, sino por abundancia de tema; se puede comenzar por cualquier parte y acabar por cualquier parte, sabiendo que algo se ha dicho, que algo hemos mostrado sin que el Gobierno mueva un músculo; toda crítica es ignorada por una clase política que, con su podadera en la mano, va quitando anchura y redondez al futuro de la dignidad y de la libertad, logrando el balbuceo de nuestros logros democráticos; son muchos los políticos que solo se creen su oficio en la parte de los privilegios.
La democracia que un día se definió por sus ideas empieza ahora a definirse por sus cumpleaños, en los que siempre hay algún desgarro. Un plan político ha de ser, ante todo, un proyecto moral y realista que agote la perversión de la fuerza y la mentira, enfrentando un futuro digno de ser asumido. En este país donde todo está ya explicado en la prosa de Séneca, donde ganamos elecciones contra nosotros mismos, donde la armonía ciudadana está resultando ser El fantasma de Canterville, quien llega a la presidencia del Gobierno está pasando, hoy por hoy, de ser líder de su partido a ser el sheriff de su corral.
Sumergidos como estamos en un frenético y agrio guirigay en este gallinero político que tiene España, donde todos se tiran a la yugular, Feijóo se ha atribuido el papel de protagonista enfadado, que es el papel fácil para quien no tiene otros, mientras Sánchez atraviesa el bosque, como Caperucita, y le deja provisiones a la abuelita que, transmutada en Puigdemont, sigue demandando su festín de poder e intenta comerse al visitante y a su rosa underground, llevándole previamente a la alcoba.
El tiempo es un lenitivo que, en el fluir de la vida, va suavizando las actuaciones del Gobierno y la rebelión del ciudadano. Ante la clamorosa falta de ética que padecemos, prescindir de la verdad para atenerse al beneficio no deja de ser un robo democrático. Aquella izquierda que, tras superar una larga dictadura, mostraba dinamismo y principios fiables, va disipándose en un baño de intereses, y el pulso que empezamos un día a tomar al país está hoy aquejado de incertidumbres. Las elecciones están sirviendo a los partidos para adoctrinarse a sí mismos y para escenificar ininterrumpidamente el papel del enemigo, imposibilitando aunar fuerzas para el entendimiento democrático.
La política que se ejerce tiene un revés peligroso que está siendo contenido por la paciencia de la ciudadanía. Creíamos tener una democracia sólida a izquierda y derecha, pero se está demostrando que no ha sido así; el Gobierno está jugando demasiado fuerte en sus apuestas y está perdiendo el carisma esperanzador que el socialismo tuvo en otros tiempos. Se intenta dar al ciudadano un catecismo en el que están implícitas unas filosofías políticas que se arrogan el derecho de regularlo todo, dejando de lado elementales tareas domésticas y problemas internos de la sociedad. A partir de estas premisas, resulta difícil creer en ninguna decisión que tome un presidente quevedesco, a una mentira pegado, y que, en su afán de captar prosélitos, nos vende una España de floridas praderas por las que podemos ir brincando de felicidad.
Está siendo muy complejo restaurar el discurso constitucionalista sin que se nos tuerza una mueca de escepticismo ante las amenazas que se ciernen sobre la sociedad. Sánchez ha ido paulatinamente abroquelándose con falsas verdades que le han propiciado poder mantener las riendas del sistema en sus manos sin que, por el momento, se le desboquen los ciudadanos. En este fluir de vida y política, nuestro realismo cotidiano debe encontrar el camino donde se equilibre al hombre con la naturaleza; más allá de las fronteras, hemos de buscar juntos todas las caras de la verdad y la justicia, dejando de ser enemigos de nadie, salvo de los terroristas que aniquilan la vida.