El otro día me enteré de que existen campeonatos de rebobinado de cintas de casete con boli Bic. Bic Naranja escribe fino, Bic Cristal escribe normal. El que valía era el de cristal, cuyo grosor encajaba milimétricamente en los agujeritos de la cinta. Rebobinemos (para los nacidos en el siglo XXI): esa en apariencia absurda actividad se debía a que en ocasiones los reproductores de las cintas se tragaban las mismas o estas se enganchaban en el aparato, de modo que había que devolverlas manualmente a su estado original. El Bic Cristal, por otra parte, era un artefacto multiusos, podía convertirse también en una cerbatana a través de la que los escolares escupían emplastes de papel contra las pizarras de las aulas; o una chuleta de alta precisión, en las que los más habilidosos eran capaces de tallar con la aguja de un compás un resumen de la Crítica de la razón pura (yo nunca lo entendí muy bien, acaso porque tengo un pulso como para robar panderetas, pero también porque me parecía que si uno se tomaba la molestia de copiar tan minuciosamente aquellos datos, a la fuerza tenía que acabar por memorizarlos y entonces ya no le hacía falta la chuleta).
El caso es que lo de las cintas era todo un mundo. Si tenías un casete de doble pletina te convertías en Dios. Podías grabar colecciones de canciones a la chica o el chico que te gustaba y si este o esta no era capaz de reconocer tu sensibilidad y gusto exquisito pasabas del amor al odio en un pispás. También podías grabar discos enteros, si alguien te los pedía, pero en realidad lo que contaba eran los minutos que sobraban en cada cara, que rellenabas a tu libre albedrío. Por cierto, la vida misma es a menudo como una cinta de casete. Lo que importan son esos minutos libres, en los que, cumplidas las obligaciones, nos mostramos como realmente somos. Tampoco estaría mal que, en algunas ocasiones, cuando metemos la pata o hacemos daño a alguien, hubiera alguna manera de rebobinarnos, introduciéndonos el boli Bic por el ombligo, por ejemplo. Aunque tampoco es cuestión de autolesionarse. Los casetes, de hecho, eran un material muy frágil, si uno andaba todo el día dándole al rew o al ffw la cinta acababa por romperse o arrugarse. Todo esto puede sonar a nostalgia boomer, pero también es cierto que el récord de rebobinado de cintas lo tiene un chico de quince años, que consiguió dar cincuenta y una vueltas a una cinta en treinta segundos. La vida, por lo demás, da igualmente muchas vueltas −como una cinta de casete− y los malos estudiantes que tallaban chuletas en los Bic Cristal quizás hayan acabado convertidos en atinados cirujanos cardiovasculares, quién sabe.
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