Coincidiendo con la apertura de la temporada de playas, junto a los toldos y los socorristas, llegan un año más los Cursos de Verano de la UPV/EHU. Ya antes de su inauguración formal que tendrá lugar en diez días, esta semana hemos podido asistir a un tempranero curso coorganizado por la Diputación de Gipuzkoa cuyo tema no podía resultar más oportuno: Democracia y Gobernanza, ¿cómo hacer frente a la crisis de la democracia?
Comparto aquí algunas reflexiones presentadas por los ponentes. Lo haré sin orden, sin hacer justicia al contexto en que fueron explicadas y sin referirme a ningún orador en particular puesto que citar a unos sería olvidar a otros y eso está muy feo. Tomo algunas ideas para alimentar mi reflexión propia de modo que, como suele decirse, si encuentra usted algo de valor en lo que sigue séale reconocido a los ponentes y las tonterías atribúyalas a quien firma.
Da la sensación de que cuanto más compleja es nuestra situación, más difícil resulta el debate político racional, basado en conocimiento, en elementos objetivos y contrastables, en razonamientos lógicos. Cuanto más complejo es el escenario en que nos movemos, más hipersimplificada e hiperemocional tiende a resultar la comunicación política que va teniendo éxito.
La moralización de la vida política se ha convertido en un fenómeno patológico. Hace imposible el debate y el acuerdo entre diferentes. Si nosotros somos los buenos, los del otro partido ya no son conciudadanos con los que debatir y coordinar y compartir, sino sujetos equivocados moralmente que defienden posiciones viles que deben ser rechazadas y combatidas sin cuartel, sin alianzas, sin puntos intermedios, sin negociación. Toda transacción se convierte en traición, derrota o renuncia. La política así entendida nos lleva a la polarización y el enfrentamiento social. Las redes se convierten en el estercolero del insulto, la estigmatización, la denuncia moral, el linchamiento y la pira inquisitorial. Pero la política en las sociedades democráticas rara vez es una lucha del bien absoluto contra el mal total y, por lo tanto, acordar con el diferente no debería ser presentado como un demérito moral, sino como una esforzada virtud.
El poder ha emigrado de las sedes donde creíamos que residía. Nos invaden sensaciones de incertidumbre, desilusión y frustración que son la puerta de entrada para quien pueda darles la respuesta más efectista, sin importar que sea racional o útil.
Frente a la desafección política, la batalla por la confianza basada en el rigor se hace cada vez más difícil. La democracia es una forma de elegir, sí, pero también una forma de ejercer el poder, de someterse a unas reglas, de organizarnos institucionalmente, de dar cuentas, de respetarnos, de fomentar la participación, la transparencia y el conocimiento, y de promover las condiciones para una deliberación seria. De eso van las mejores experiencias de gobernanza democrática.
El subtítulo del curso, ¿cómo hacer frente a la crisis de la democracia?, implicaba dos ideas: que hay una crisis de la democracia y que se le puede hacer frente. La primera parece pesimista. La segunda, en cambio, optimista. Hay quien con respecto a la primera nos tranquilizaba afirmando que la democracia siempre ha estado en crisis. Es posible. Pero creo que las señales negativas tanto globales como al interior de las democracias son demasiado serias. Para lo segundo, la salida, seguro que hay fórmulas y seguro que se ensayan.
Para ello necesitamos instituciones valientes y una clase política de altura. Pero no estoy seguro de que esa sea la parte más difícil. Centrar nuestra atención solo en ello es como seguir lanzando balones fuera, es decir, seguir pensando que del gobierno debe llegar todo mientras desempoderamos y desresponsabilizamos al ciudadano. Necesitamos de ciudadanos interesados, activos y responsables, porque la democracia –ahí están su grandeza y su limitación– no puede ser mucho mejor que el conjunto de quienes vivimos en ella.