En mi primer recuerdo del Día de San Prudencio aparece un mocoso ataviado con un chubasquero azul con rayas blancas en las mangas y aquellas míticas botas de monte negras, de un cuero duro como los sillares de la Casa del Santo, paseándose por las campas en un ambiente de humedad y olor a chistorra. Luego llegaron la adolescencia, los atracones de salsa de caracol, la verbena, y después mi quinta pasó al turno de noche, y cada vez se hizo más duro subir a Armentia de gaupasa a cumplir con la tradición. Y como se fue perdiendo el hábito, huyendo de la humedad, que no de la chistorra, comenzaron los años de turismo primaveral a todo tipo de destinos, no sin cierta mala conciencia, a pesar de que no hay nada más alavés que pirarse de aquí en San Prudencio. Y luego vino la niña, y entre que viajar con un recién nacido es un coñazo y que el tener descendencia como que le reverdece a uno el amor a la patria, volvimos a subir a Armentia. Y luego vino el niño, que con tres años se fue solo a explorar los puestos, sin previo aviso, y desapareció entre la marabunta durante un par de eternos minutos. Y aquí estoy ahora, delante del ordenador, añorando la humedad, que esto no ya no es lo que era, y aquel entrañable olor a chistorra.
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