Quienes conocen a los que suscribimos este artículo saben que ambos somos personas con visiones del mundo muy diferentes pero creemos que saben, al mismo tiempo, que somos perfectamente capaces de encontrar espacios compartidos. Los dos, desde luego, nos reconocemos recíprocamente la buena voluntad de buscar un mundo mejor para nuestros semejantes y pensamos que la decisión de firmar juntos este artículo es un ejercicio estimulante y positivo.
Tenemos posturas muy distintas –a veces incluso opuestas– en multitud de cuestiones políticas o económicas. Hemos intercambiado pareceres en las redes sociales. Contrariamente a lo que suele ocurrir en ellas, nuestros debates han sido educados y respetuosos. No ha habido –ni habrá– esas salidas de tono que caracterizan a algunas redes. Eso no impide que hayamos defendido cada uno nuestras tesis con el convencimiento y la vehemencia necesarios, pero nadie habrá visto sangre en esos debates.
Juntos hemos comprobado que, por desgracia, en esta sociedad tan dada a la exageración una de las primeras víctimas es el lenguaje. Observamos que a nuestro alrededor, incluso entre quienes apoyan tesis parecidas a las nuestras, ya casi nunca se llama a las cosas por su nombre. Se prefiere acudir a la hipérbole, a la exageración de un hecho, circunstancia o relato. Puede tratarse de algo que ocurra aquí, en Perú, Argentina, Estados Unidos, Pakistán o Mali. Da lo mismo. Exageramos siempre. Y con ello generamos dos efectos distintos, pero igual de indeseables: empobrecer el lenguaje y pervertir el discurso.
Que un mandatario utilice medidas que tuercen la legalidad para obtener sus fines no es un golpe de estado. Tampoco que unos energúmenos desorganizados tomen unas dependencias gubernamentales. ¡Ojo! Esta precisión no es aprobar o justificar una ilegalidad: es solo constatar que no es un golpe de estado si faltan determinados ingredientes de fuerza coercitiva e incluso de violencia, control de medios de comunicación y represión de la oposición. Un análisis similar permite constatar que no todo asesinato masivo conforma un genocidio: no lo es si falta la intención de liquidar una raza o nacionalidad. Y, de nuevo, constatar que un asesinato masivo no es genocidio, no supone la más mínima tolerancia hacia él. También es frecuente llamar terrorismo a cualquier forma de violencia que queramos reprobar con energía, pero no todas las formas de violencia son terrorismo: tiene que haber, cuando menos, la intención de los perpetradores de aterrorizar a un sector de la población. Entre los detractores del aborto se utiliza el término asesinato para condenarlo con energía, pero el asesinato es una figura penal muy concreta y de uso restringido. No hay ninguna reprobación añadida en la imprecisión lingüística, en la confusión semántica. Otro término de uso cada vez más indiscriminado: esclavitud. Que un empresario establezca condiciones leoninas en un contrato laboral y que personas las acepten por necesidad no es esclavitud; hay una diferencia básica: en la esclavitud –que increíblemente aún está vigente como tal en algunos rincones del planeta– no hay escapatoria; en cambio, un contrato leonino se puede romper por acuciante que sea la necesidad. Y conste, de nuevo, que con ello no decimos que un contrato laboral leonino sea admisible: simplemente decimos que no es esclavitud.
No estamos justificando ni suavizando hechos lamentables e incluso condenables, porque no hay ninguna indulgencia en llamar a las cosas por su nombre. Si todo se convierte en golpe de estado empobrecemos el lenguaje. La exactitud del lenguaje es mucho más importante de lo que podemos creer en un principio. Al dar nombre a las cosas les damos un color, un sabor, que hace que la mente del receptor piense que algo es deseable o indeseable, y que su reacción vaya en una dirección o en otra. Y si la emoción es lo bastante fuerte, el receptor puede llegar a reaccionar. Lo importante, por tanto, es que reaccione sabiendo exactamente ante qué reacciona, precisamente para atinar en la respuesta.
Sentimos nostalgia de otros tiempos en los que había fronteras claras entre las secciones de opinión y de noticias en los medios de comunicación. Se suponía que en la sección de noticias se describían hechos y en la sección de opinión estaban los pareceres que esos hechos podían suscitar. Ahora esa frontera se ha difuminado. Puede que en parte sea debido al empobrecimiento del lenguaje, o acaso al revés: que difuminar esa frontera haya empobrecido el lenguaje. Sea como fuere, estamos de acuerdo en que no es algo deseable.
El lenguaje, por lo tanto, es importante. Si todo es asesinato, si todo es golpe de estado, si todo es calificado como algo distinto a lo que es realmente, nos exponemos al peligro de desfigurar la realidad. Ningún juicio certero puede sostenerse en una realidad desfigurada. A base de repeticiones asumimos la pobreza del lenguaje y quienes con ello quieren hacernos reaccionar nos están dando gato por liebre, porque les importa más nuestra reacción –para los fines que sean– que la realidad. Todo un peligro en los tiempos que corren.
Buscar la verdad, especialmente la verdad moral, es un arduo ejercicio, pero más lejos estaremos de encontrarla si utilizamos una misma palabra para aludir a realidades completamente diferentes. Acordar el sentido de las palabras es un primer paso para discutir, debatir, negociar y concertar, entre todos, un futuro mejor.
Andrés Krakenberger es activista por los Derechos Humanos. Pedro Ugarte es periodista y escritor.