urante los mandatos de Vladimir Putin, y durante su mandato como primer ministro bajo Dmitry Medvedev, Rusia ha sido testigo de un avance lento pero constante hacia un control cada vez mayor de la sociedad por parte del gobierno central. Los medios de comunicación han quedado bajo el poder del Kremlin y los medios independientes han sido cerrados a raíz de la guerra en Ucrania; las elecciones han sido manipuladas a conveniencia y los círculos de oposición se han venido enfrentando a una opresión creciente.

Putin ha desarrollado lo que llamó un “poder vertical” que ha facilitado el control del gobierno central sobre la política y las elecciones locales. Aunque algunos elementos del sistema político siguen siendo más o menos democráticos, las prácticas de control estatal son cada vez más autocráticas.

Esto no parece preocupar a una mayoría de ciudadanos rusos. Algunas encuestas de opinión pública rusas parecen confirmar la impresión de que los rusos de la calle ven poca utilidad en la democracia “al estilo occidental”. Según las encuestas realizadas por Levada Center, una respetada organización demoscópica rusa, solo alrededor del veinte por ciento de los encuestados piensa que Rusia necesita el tipo de democracia que existe en Europa y Estados Unidos. Los ciudadanos rusos tienden a favorecer el “orden” y un gobernante con “mano dura”.

Según algunas encuestas de opinión (no mucho antes de la guerra en Ucrania), a casi un tercio de los rusos les gustaría que Putin se convirtiera en presidente vitalicio. Esta cifra demuestra el hecho de que las políticas de “centralización del poder” y “autoritarismo” de su administración son muy valoradas y apoyadas por los ciudadanos rusos.

Muchos de los defensores de Putin han abandonado la pretensión de caracterizar a Rusia como una democracia. Sostienen que el alejamiento de Rusia de las prácticas democráticas ha contribuido a mejorar la capacidad del Estado para proveer a sus ciudadanos. La seguridad es un elemento central en el mito del putinismo, según el cual los rusos están más seguros y, en general, viven mejor que en la década de 1990, y el propio Putin merece crédito por ello.

Independientemente de lo que pensemos del Estado ruso, no hay duda de que el país ha experimentado una notable recuperación en los últimos veinte años. Desde que llegó al poder en 1999, Putin ha empleado deliberadamente la nostalgia imperial rusa y el pensamiento etnocéntrico para restaurar el orgullo nacional. Al apelar al nacionalismo ruso y las glorias pasadas tanto de la Rusia zarista como de la Unión Soviética, la administración de Putin ha sabido impulsar la moral colectiva del país.

Desdichadamente, Rusia cuenta con una larga historia de liderazgo autocrático, más o menos carismático, como se ve en los ejemplos, entre otros, de Pedro el Grande, Lenin, Stalin y, ahora, Putin. Durante los años de la Rusia imperial, los zares eran la cabeza de todo el Imperio. Después de la Revolución de Octubre, la autocracia zarista fue reemplazada por el gobierno dictatorial de los bolcheviques, introducido por Lenin. La dictadura del proletariado se convirtió en terror de masas durante el gobierno de Stalin. Esta tradición autoritaria creó un sentimiento de respeto y temor en el pueblo ruso por líderes cuyo carisma y carácter resolutivo se creía que contribuiría a mantener el orden en el país.

La arraigada tradición autoritaria y el sentimiento de obediencia del pueblo ruso se mantuvieron sin cambios en la Rusia postsoviética. De hecho, se dieron nuevos pasos para preservar esta estructura hegemónica. La constitución rusa de 1993, al encargar al presidente garantizar la constitución y tomar medidas para asegurar la independencia e integridad del Estado, otorgó una gran responsabilidad y un poder significativo al ocupante del Kremlin.

El presidente también ha sido dotado de amplios poderes legislativos, incluido el poder de presentar proyectos de ley al parlamento, emitir decretos y directivas que no estén sujetos a la aprobación del legislativo y la autoridad de iniciar referéndums sobre la modificación de la constitución.

Tras el colapso de la URSS, las esperanzas de democratización pronto se desvanecieron. Yeltsin, a pesar de su uso frecuente de consignas sobre democracia y libertad, no tomó medidas concretas para disminuir la autoridad ejecutiva del presidente durante su mandato. Como resultado de la tradición estatal centenaria de despotismo y autocracia, la sociedad rusa no pudo tener una experiencia democrática significativa.

Así pues, cuando Putin fue elegido presidente por vez primera, encontró una base legal y una tradición ya bien establecidas. Al usar sus importantes poderes de designación, Putin estableció una nueva red clientelar de élites gobernantes que depende completamente de él. Su ejercicio del poder por decreto también le ha permitido influir significativamente en las estructuras regionales. El presidente ruso puede usar estos poderes con poca rendición de cuentas debido a que los poderes legislativo y judicial apenas cuentan en la práctica.

Diversos factores han jugado un papel importante en el auge del nacionalismo ruso: la guerra en Chechenia, que resultó en la muerte de más de diez mil soldados rusos; el constante avance hacia el este de la OTAN; las bases militares estadounidenses en Asia Central; las revoluciones naranja que liberaron a los países exsoviéticos de la órbita de Moscú; el proyecto de escudo de defensa antimisiles de Washington que incluye algunos países de Europa Central y del Este; los violentos ataques terroristas de los radicales chechenos en varias ciudades rusas; la guerra en Georgia y, más recientemente, los contenciosos sobre Crimea.

Estos factores, junto con la pérdida de prestigio y poder y la caída en picado del nivel de vida en los primeros días postsoviéticos, han fortalecido el resurgimiento de la autocracia, que ha coincidido con el crecimiento económico pero no está claro que lo haya causado. De hecho, los altos precios de la energía (gas, petróleo y carbón) jugaron un papel vital en la rápida recuperación de la economía, provocando un aumento gradual de los salarios, una disminución del desempleo y la estabilización de la tasa de inflación.

La popularidad de Putin aumentó constantemente y sus pasos hacia un Estado centralizado fuerte y hacia el autoritarismo se consideraron como pasos hacia la estabilidad. Durante su primer y segundo mandatos, muchos de los oligarcas percibidos como amenazas o como inconvenientes por el Estado fueron despojados de sus poderes y riquezas políticas y económicas. Por último, la restauración gradual del papel debilitado de la Federación Rusa en la política internacional ha alimentado el orgullo nacional y el sentimiento de ser miembro de una gran potencia. Esta evolución ha ido fortaleciendo el apoyo y la confianza que Putin ya tenía en la sociedad rusa.

Desde este prisma, la guerra en Ucrania es un elemento más en la sucesión de acontecimientos utilizados por el Kremlin para mantener e intensificar su control autocrático sobre la sociedad rusa. Una de las preguntas de más difícil respuesta que están surgiendo es si Rusia podrá ganar la guerra en Ucrania y hasta qué punto se debilitaría el putinismo si la pierde, teniendo en cuenta la tradición de despotismo y autocracia en Rusia. La pregunta es, pues, si el futuro de Putin depende del resultado de la guerra. En las agencias de inteligencia y seguridad de Washington D.C. y de los aliados europeos proliferan los análisis para tratar de responderla. l

* Autor del libro Megaprojects in the World Economy. Complexity, Disruption and Sustainable Development (de próxima publicación por Columbia University Press, New York)