a noción de una crisis del futuro proviene del filósofo centenario francés Edgar Morin, que acuñó la expresión hace ya veinte años. Se refiere a la pérdida de la posibilidad o la capacidad de progreso, así como a una pérdida del sentido de lo que el progreso significa o aquello que podría brindar. Como resultado, hay una pérdida de dirección, de posibilidad, y de valor. Estas pérdidas tienen lugar, en buena parte, por el miedo a las amenazas ambientales, nucleares u otras catástrofes. También se deben a la falta continuada de prosperidad. Las visiones positivas del futuro son reemplazadas en la cultura popular por escenarios distópicos o apocalípticos.
Sintomático de la crisis del futuro es el hecho de que, en Occidente, en las primeras décadas del siglo XXI, el término progreso prácticamente se ha extinguido. Lo que antes se consideraba como fuentes de producción de progreso -la ciencia, la tecnología y la industria- son ahora vistas como responsables de una sociedad insostenible. Los proyectos utópicos son en gran parte vistos con recelo como el camino real a las distopías.
Quizá la utopía que resiste en grandes segmentos de la población es el poder redentor del mercado que facilita el consumismo. Pero se trata de un mercado transformado, desprovisto ya del mito de la globalización y, hasta cierto punto, desprovisto también del poder de la potencialmente perversa acción a distancia. El mercado es ahora glocal, y vamos a ir averiguando qué significa esto.
Se repite en distintos ámbitos occidentales que los jóvenes de hoy no van a disfrutar de los estándares de vida de sus padres. Después de la crisis financiera de 2008 -y sin recuperarnos completamente de ella- entramos en una pandemia y ahora en una guerra aparentemente circunscrita de forma local pero con un impacto global en la geopolítica, la geoeconomía y el orden mundial establecido.
En China -y en general en Asia- no hay una percepción extendida de crisis futura. El progreso económico es real y millones de personas viven para ingresar en las clases medias consumistas. Sin embargo, el cambio social vertiginoso que ha experimentado China ha provocado problemas de difícil solución: problemas medioambientales, de desigualdad socio-económica extrema, alienación tras migraciones forzadas, nuevas formas de delincuencia.
Además de problemas nuevos, surgen también preguntas nuevas sobre futuros deseables, sobre las posibilidades reales de las personas, sobre la conveniencia de eliminar o alejarse de las culturas tradicionales, sobre la inevitabilidad de los cambios en ciernes. Son preguntas sobre los valores y el sentido de la vida en sociedad. Son, pues, preguntas sobre un futuro desconocido.
Morin señala que el término crisis, que generalmente significa problema o dificultad, históricamente además se refiere a un punto de inflexión en una enfermedad: el momento en que se puede establecer un diagnóstico. El diagnóstico de Morin es que la crisis del futuro es una policrisis interconectada. Esta policrisis no se limita a un factor como la economía, sino que afecta a todas las dimensiones de la vida humana, desde la economía al medioambiente, desde los asuntos de género a los temas raciales, y del trabajo al juego.
El contexto de la crisis del futuro, y posiblemente una razón clave de su omnipresencia y su naturaleza radical, es la transición global del capitalismo de como lo hemos conocido en la llamada modernidad hacia un estadio con muchos elementos novedosos, pero que aún no somos capaces de caracterizar como algo claramente diferenciado del pasado reciente. Aunque abundan las interpretaciones en el capitalismo reflexivo, cognitivo y cultural que nos domina, ese nuevo estadio no tiene aún entidad propia o no se la vemos: es un estadio post. Y de ahí surge la incertidumbre, una incertidumbre radical con la que seguramente vamos a tener que aprender a vivir.
Conviene no confundir, aunque no es posible separarlos completamente, las aflicciones de nuestro ego -el sujeto que conoce- con la condición del mundo -el objeto que tratamos de conocer-. No se pueden separar puesto que la vida contribuye a la homeóstasis planetaria, tal y como nos ha enseñado Lovelock. Por otro lado, la historia de la humanidad ha sido siempre una crisis del futuro, de aprendizaje y conquista de lo desconocido. En este contexto, la vida ha sido y sigue siendo esfuerzo antientrópico, tanto la vida humana como la no humana. El elemento diferenciador hoy es que la crisis del futuro afecta a la vida no humana y al planeta que es casa común. Se trata de un nuevo giro copernicano ante el que, de momento, permanecemos sonámbulos como especie.
Debemos evitar, pues, tanto el individualismo metodológico como el presentismo para ser más conscientes de las dimensiones críticas de nuestro tiempo. Ahora bien, la perspectiva histórica nos lleva hacia otro ángulo de análisis que resulta, sin duda, menos perturbador. Hablo de las contribuciones históricas de la revolución científica y del movimiento ilustrado. Hoy se duda de su valor, pero la evidencia histórica es incuestionable. La ciencia, y la conquista de derechos y libertades, son los proyectos humanos más exitoso en toda la historia de la humanidad. La pregunta obvia sería cómo utilizar hoy esas poderosas herramientas. Para explorar esta cuestión dejamos a Morin y dejamos Europa, y debatimos con el talante posibilista y pragmático estadounidense.
Steven Pinker, profesor en Harvard, publicó hace unos años (en 2018) un libro reivindicando el pensamiento de la Ilustración y su relevancia hoy: Enlightenment Now: The Case for Reason, Science, Humanism and Progress. No es posible explicar el libro -ni siquiera resumirlo cabalmente- en este artículo. Recomiendo que lo lean. Yo me centraré en un aspecto central del libro: la defensa de la verdad. Considero, como Pinker, que es el valor central que hoy se pone en cuestión, y creo que ese cuestionamiento es causa de buena parte de la desesperanza y confusión que alimentan y agravan la crisis del futuro contemporánea.
La inferencia racional, el escepticismo y el debate están en nuestra naturaleza humana desde nuestros orígenes evolutivos. ¿Por qué se seleccionaron la verdad y la racionalidad y se descartaron otras vías de comprensión del mundo? La respuesta es que la realidad es una poderosa presión de selección. Como dijo el autor de ciencia ficción Philip K. Dick: “La realidad es aquello que, cuando dejas de creer en ella, no desaparece”. Este es un poderoso argumento que permite ver lo frágiles que son la llamada posverdad y las fake news. La realidad y la verdad son aquello que resiste.
El conocimiento de la psicología cognitiva en sí mismo puede ser útil: las personas deben comprender y aprender a evitar los sesgos y las falacias comunes que los psicólogos han identificado, como la disponibilidad (razonamiento a partir de una anécdota), la representatividad (razonamiento a partir de un estereotipo), el sesgo de confirmación y la preferencia del jugador. Los humanos pueden ser colectivamente racionales si se someten a normas que involucran sus facultades racionales y dejan de lado sus irracionalidades.
Muchas de estas normas han sido implementadas en instituciones que son el marco de las democracias liberales modernas: una prensa libre en lugar de propaganda gubernamental; un sistema de tribunales acusatorios en lugar de juicio por ordalía o justicia por linchamiento; ciencia revisada por pares en lugar de autoridad y dogma; democracia deliberativa con frenos y contrapesos en lugar de autocracia absoluta. Funcionan no llamando a los individuos a reunir una racionalidad sobrehumana, sino colocándolos en un escenario en el que la diversidad intelectual puede socavar la autoridad y la conformidad. * Autor del libro ‘Megaprojects in the World Economy. Complexity, Disruption and Sustainable Development’ (de próxima publicación por Columbia University Press, New York)