En ocasiones reaparece mi vena sentimental, lo reconozco. En los días previos al homenaje a Tiago Splitter, volví a ver repetido por enésima vez en Youtube el vídeo de la apoteósica celebración de la tercera ACB ganada por el Baskonia en 2010 en la Virgen Blanca. Casi se me cayó alguna lagrimilla. Han pasado cerca de tres lustros desde aquel baño de masas, ya que la maldita pandemia nos privó de festejar por todo lo alto el éxito de 2020 en la burbuja de Valencia. Aquel equipo estaba plagado de jugadorazos (Huertas, Teletovic, San Emeterio, Ribas, Herrmann, Eliyahu...), pero el líder espiritual del grupo era Tiago Splitter. El brasileño simbolizó en la primera década del 2000 la extraordinaria pujanza deportiva de un Baskonia convertido en una china en el zapato para los más poderosos. A mi hija, que hace sus primeros pinitos en el basket y compartió clase durante algún tiempo con uno de los vástagos del icono de Joinville, he tenido que explicarle varias veces las bondades de un pívot irrepetible por su carisma, ambición y espíritu de superación. A diferencia de Scola, con un talento único para la práctica de este deporte, Tiago se curró en la sombra los incontables éxitos de su carrera. Lástima que el Girona amargara el cuento de hadas del reciente fin de semana.
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