l liberalismo es siempre un recurso para exhibir ideología. Las derechas se proclaman liberales para defender su supuesto progresismo, pero tal práctica sólo ha servido para levantar una más que confusa bandera, para vergüenza de John Locke, el padre del liberalismo clásico. Lamentablemente, las ideas de Locke han sido devoradas por el neoliberalismo que lleva camino de ser fagocitado por su versión más extremista, entregada a la desactivación del Estado que ya no es la solución sino el problema.
En realidad ¿qué va quedando del liberalismo como doctrina y como política pública? Históricamente, no todo el liberalismo ha compartido la misma sensibilidad social ni la misma idea de democracia. Como es por otra parte normal. Así, por ejemplo, Stuart Mill, seguidor de Kant, decía que el individualismo liberal debe ser complementado y reformado por algunas demandas socialistas. Su utilitarismo abogaba por el progreso social global de la humanidad, llegando a rechazar el elitismo liberal clásico, en favor del desarrollo de la ciudadanía. Este liberalismo social estuvo presente en la alianza por el Estado del Bienestar tras la segunda guerra mundial.. El liberalismo progresista de Mill poco tenía que ver con el de Robert Nozick, cuya divisa era “libertad sin solidaridad”. De hecho, el liberalismo se ha dividido en ocasiones en corrientes políticamente enfrentadas.
Los viejos liberales democráticos que colaboraron en la puesta en marcha del Estado del bienestar después de la segunda guerra mundial, deben estar desmoralizados al ver que un nuevo liberalismo (neo) ha hecho del capitalismo un modelo salvaje de destrucción social y de la naturaleza. Un modelo de concentración de la riqueza en manos de quienes no están por la labor de compartir ni una pequeña parte de sus enormes ganancias, ni por desplegar solidaridad con la migración, o correr en auxilio del cambio climático. El notable crecimiento del gasto público, la creación de nuevas instituciones que ampliaron la estructura del Estado y el impuesto progresivo sobre la renta, fueron pilares de un esfuerzo en el que participaron ideologías y fuerzas políticas que tomaron el camino del Estado social como forma de lograr una cohesión tan necesaria en un escenario de postguerra mundial.
Es verdad que el liberalismo no ha engañado. En su raíz, siempre ha defendido limitar las funciones del Estado y adelgazarlo como institución, pero a mediados del siglo XX tuvo el acierto de comprender que la victoria decisiva sobre el fascismo y sobre el nazismo se libraba en la incorporación de las sociedades europeas a las agendas sociales del Estado. Si bien, tuvo más peso en la transformación democrática del Estado liberal, el acceso de nuevos grupos al poder político, su miedo al comunismo y el intento de encontrar soluciones a la recesión de los años treinta. El cambio liberal, junto a la socialdemocracia y a sectores de la democracia cristiana, facilitó la influencia de John Keynes en favor de un Estado más intervencionista, un sistema fiscal más redistributivo, el desarrollo de la seguridad social, las grandes obras públicas y el déficit público. Eso sí, como dice el teólogo Joxe Arregi, el Estado del bienestar apareció en escena de la mano del expolio de países del Sur y de la destrucción de la naturaleza.
Pero aun reconociendo a ese liberalismo abierto su funcionalidad social, sin duda representaba una anomalía para el alma de la economía de libre mercado, núcleo ideológico liberal. No podía durar mucho tiempo. El liberalismo democrático era expresión de una filosofía individualista y, si se quiere hedonista, que animaba el progreso y la libertad libre de toda tutela del Estado. Al menos, para bien, dejaba atrás el feudalismo y alentaba la autonomía del individuo. Esto último no es poca cosa. Sus ideas se enfrentaron a una sociedad radicalmente estamental, autócrata, teocéntrica, hiper religiosa y pesimista.
El liberalismo clásico, opuso al vencido feudalismo el reino de la libertad individual. Muy pronto el liberalismo tuvo que optar entre la tradicional visión católica de la pobreza como virtud y del rico como egoísta pecador, y la visión protestante del pobre como un perezoso gandul y el rico como un benefactor social, rey del progreso. En este punto se encuentra el nudo que explica la evolución de un liberalismo simpático que necesitaba de una nueva visión del mundo, de una filosofía del progreso, a lo que sería, siguiendo la ola del calvinismo, la adopción del neoliberalismo que niega de facto lo que siempre había sido un ideal liberal: la igualdad jurídica y moral de las personas. A finales del siglo XVIII le ética protestante situó a la propiedad privada como el pilar legítimo de la sociedad. Ya que, si unos tienen propiedades y otros no, es como consecuencia de las naturales desigualdades que se dan en una sociedad donde se han abolido los privilegios.
Lo que no abandonaría el liberalismo es su concepción de la libertad, basada en el principio de que cada uno puede hacer con su vida privada lo que quiera y pueda. También mantiene el liberalismo en su evolución ese naturalismo hedonista que define la felicidad como posesión, acumulación y disfrute de bienes materiales.
Ese liberalismo, ante todo amante del capitalismo, fue desplazado por una versión más radical avanzado el siglo XX. El neoliberalismo fraguado a mediados de los años setenta, tuvo en la ciudad suiza de Davos, el escenario elitista de reuniones poco publicitadas que enterraba el viejo liberalismo, ya anticuado para los planes del capitalismo del siglo XXI. En el nuevo tiempo, se hacía necesario romper límites y barreras todavía funcionales en un Estado que iba dejando de ser del bienestar. El reino del libre mercado sustituyó a las regulaciones y a una velocidad estimable toda la actividad económica se fue liberando de interferencias del Estado. El Estado quedó asignado a una tarea de mantener el orden social y la seguridad del mundo de los negocios. Ronald Reagan Margaret Thatcher fueron liderazgos destacados del nuevo liberalismo. Por su parte Augusto Pinochet ensayó la conexión entre neoliberalismo y neofascismo, asesorado por la Escuela de Economía de Chicago.
Resumiendo, la crisis del petróleo de 1973 marcó una nueva ruta al liberalismo que se reinventó (neoliberalismo). Era el fin de la influencia de John Keynes quien había sabido convencer a los grupos sociales dominantes en occidente, de que la mejor manera de contener al movimiento obrero era mediante una redistribución de la riqueza, gradualista y posibilista.
Pronto, los ataques al Estado del bienestar, incorporaron a la ética protestante como un ariete, como cobertura moral de políticas que alimentan la desigualdad y aceptan la multiplicación de zonas de extrema pobreza e indigencia que a lo largo de un proceso deconstructivo quedarían desposeídas de derechos, sustituidos por un asistencialismo unilateral que las instituciones dan y quitan, según. Así, por ejemplo, pronto habrá un sistema de salud para ricos y otro para pobres. Así es ya en ese “faro de las libertades” que es Estados Unidos.
El (neo) liberalismo, cada día más radicalizado, en su versión actual y en tiempos de crisis, recoge como en el pasado todas las incertidumbres, los dolores, las angustias, pero ahora trata de traducirlas en odio. Basta con sacudir los instintos de personas corrientes para ir convirtiendo la desesperanza, los deseos de venganza por las frustraciones propias, en una fuerza activa de apoyo a un neofascismo siempre populista, enloquecido, tosco, primitivo, primero autoritario y después violento, dispuesto a hacer de la democracia un campo de guerra y de tierra quemada de todos contra todos.
El neoliberalismo de hoy extrema a tal punto el individualismo que renuncia a toda idea de comunidad. Es la “ética” del neoliberalismo que niega que la humanidad de hoy sea individual y colectivamente corresponsable de los males que nos aquejan: pobreza, desigualdad, cambio climático, pandemia. Ensalzar el anarco capitalismo, el libre albedrío, aunque ello suponga la autodestrucción de la vida en sociedad, es la bandera de una ideología hoy por hoy dominante. * Politólogo especialista en Relaciones Internacionales y Cooperación al Desarrollo