n poco más de dos años, el mundo ha dado un vuelco de dimensiones muy difíciles de prever, con un horizonte incierto y todavía sin definir. No sin convulsiones —véanse, por ejemplo, los atentados del 11-S o las guerras en Irak y Afganistán—, desde la caída del régimen soviético el panorama internacional había entrado en una dinámica de relativa estabilidad, lo que a su vez había favorecido el intercambio e interconexión financiera, tecnológica, comercial y productiva que conocemos como globalización.
Esa estabilidad se vio totalmente alterada cuando un fenómeno impensable para la gran mayoría llevó a prácticamente detener el mundo. El virus del covid-19 puso en jaque a todos los estamentos políticos del planeta que, antes o después, han tenido que lidiar con las consecuencias de la expansión y azote del mismo y a contabilizar los espacios hospitalarios disponibles y el número de muertes como si de una contienda bélica se tratara. Y no era para menos: ni nuestros más mayores recordaban un momento de su vida en el que, sin amenaza armada mediante, tuvieran que confinarse y vieran su movilidad tan limitada como la vimos en algunos de los episodios más delicados de la pandemia.
Esa parada del mundo tuvo unas consecuencias especialmente relevantes en las cadenas de suministro y producción que, acostumbradas a las facilidades y ventajas propias de la globalización, diseminan sus ramificaciones por todo el mundo. Las piezas y componentes necesarios aquí, pero provenientes de áreas geográficas lejanas, dejaron de llegar o llegaron con tal retraso que, en ocasiones, presenciamos como cadenas de montaje de importantes industrias tuvieron que parar a la espera de aquéllas. Los expertos comenzaron a cuestionarse si era el fin del just in time, de los bajos stocks y la llegada de los componentes justo en el momento del montaje, para pasar a otro escenario, el del just in case, el de la necesidad de contar con un cierto aprovisionamiento de componentes y un listado de proveedores de referencia físicamente más cercanos.
Y cuando se comenzaba a dejar atrás lo peor del covid, llegó Vladimir Putin. Algunos dudan de su estabilidad psicológica y no pocos esfuerzos se están dedicando desde los servicios de inteligencia a desentrañar esa cuestión. Desequilibrado o no, lo que no puede decirse del presidente ruso es que sea ningún estúpido, pues aprovechó un momento político muy particular para iniciar su ofensiva contra Ucrania: con un mundo aturdido por la pandemia, una OTAN desaparecida, unos Estados Unidos que pocos meses antes se habían retirado precipitadamente de Afganistán y con un Joe Biden con una popularidad en horas bajas, con un primer ministro alemán recién entrado en la cancillería, un presidente francés a punto de afrontar comicios y un premier británico sumido en continuos escándalos que hacían dudar de su continuidad. Sabedor de que Europa necesitaba de sus recursos energéticos, Putin quiso repetir, amplificado a toda Ucrania, su experimento de 2014 en Crimea y el Donbás y ampliar las fronteras de influencia de la Gran Madre Rusia, acercándolas a aquéllas que vivió en su época de espía del KGB.
Es complicado poder visualizar hoy las consecuencias de la sibilinamente denominada “operación militar especial” en Ucrania para el mundo occidental. Dependerá, en gran medida, del desarrollo y finalización del conflicto armado y de la implicación de algunos actores privilegiados que, en el momento presente, parecen querer pasar de puntillas sobre el mismo —nos referimos a India y, especialmente, China—. Obviamente, el uso de armamento no convencional por parte del ejército ruso podría precipitar una respuesta de los aliados occidentales que hiciera escalar el conflicto hasta límites extraordinariamente delicados, escenario que, en el momento presente, parece evidente que los países de la OTAN se esfuerzan por no alcanzar.
No obstante, en la faceta económica las consecuencias no se han hecho esperar. Sin detenernos en los niveles doméstico y microeconómico —sólo hay que pasar por la gasolinera o revisar la factura de la electricidad para darnos cuenta de ello—, la crisis ruso-ucraniana nos ha hecho toparnos de frente con nuestras propias contradicciones en el plano energético, donde ahora para Europa la nuclear es una alternativa ecológica y, según parece, compraremos gas a USA, sin reparar en su más alto precio y su parcial procedencia del aquí denostado fracking. Ante esta realidad, sin cuestionar el futuro renovable, algunos se preguntan si no quisimos ser demasiado verdes demasiado rápido, sin elaborar y defender una estrategia de transición energética que no nos dejara tan expuestos a circunstancias como las que vivimos en el momento presente.
Y si, como decíamos, ya el covid había hecho tambalearse la idea de cadenas de suministro globales, el conflicto bélico en Ucrania ha puesto en cuestión la propia idea de globalización tal y como hoy la entendemos. Sirvan como referencia, en este sentido, las palabras de Larry Fink, CEO de Blackrock —la mayor gestora de fondos de inversión del mundo—, que en su carta a stockholders de finales de marzo anticipaba precisamente esta idea. Este fin de la actual época de globalización se materializará, en palabras de Fink, en una reordenación de las dependencias externas tanto de las compañías como de las naciones y una consecuente reorientación de las cadenas de suministro, lo que impactará necesariamente en la inflación. Un escenario que, según escribía Rana Foroohar en Financial Times, nos aproxima más a la descentralización, localización y redundancia de las cadenas de suministro, a una cierta regionalización en la producción y en la ubicación de nuestros proveedores.
¿Y cómo está posicionado Euskadi, nuestro pequeño gran país, para afrontar este incierto nuevo tiempo mundial? Un reciente informe realizado por el foro económico-empresarial Zedarriak indica que no hay lugar para la autocomplacencia, pues si bien salimos muy bien parados en indicadores sociales, como riesgo de pobreza o condiciones de vida, en las últimas décadas se percibe una pérdida de tamaño económico relativo, de creación de riqueza y de empuje económico que, de no revertirse, impedirán mantener los actuales niveles de bienestar en el futuro. Dicho informe alerta de que hemos de afrontar las transiciones climática, digital y especialmente la demográfica de forma exitosa, abogando por una renovación y renacimiento de Euskadi como el que ya fue capaz de acometer en otras épocas.
Ya que nos ha tocado hablar de Rusia y el nuevo tiempo creemos procedente, para concluir, recordar a Lenin cuando dijo que “hay décadas en las que no pasa nada, y hay semanas en las que pasan décadas”. En los últimos tiempos estamos asistiendo a innumerables y acelerados cambios geopolíticos, empresariales, tecnológicos, energéticos... Como organizaciones, como personas y como país debemos estar muy atentos a dichos cambios y saber responder y adaptarnos a los mismos. De nuestra pericia a la hora de afrontar dichos cambios dependerá, en buena medida, nuestro bienestar y el bienestar de las generaciones venideras. * Profesor de la UPV-EHU y Visiting Fellow en el Clare Hall College de la Universidad de Cambridge.