uién no ha sentido una turbulencia en un viaje en avión? Es una sensación de inseguridad, incertidumbre y deseo intenso de que aquello acabe. No se sabe si lo peor ha pasado o está por llegar, y cada temblor provoca un pensamiento negativo de lo que puede pasar a continuación. Sentimos la inseguridad del momento y la incertidumbre de lo que viene, y confiamos que el piloto sepa dominar la situación. Suponemos que cuenta con las herramientas y habilidades necesarias para conducir el vuelo a su destino, alterando la ruta si es preciso y así recorrer otros caminos menos peligrosos. En la turbulencia las normas de seguridad se extreman, y se prevén posibles efectos negativos de la caída de objetos y personas por las pérdidas bruscas de gravedad. El silencio se impone y sólo los muy experimentados siguen con sus entretenimientos habituales. La gran mayoría espera en silencio buenas noticias, procurando no pensar demasiado y a la espera de que los momentos de normalidad se amplifiquen y sean para el resto del vuelo.
En cierta medida ésta es la radiografía vigente de nuestra sociedad, bombardeada por acontecimientos mortecinos que nos indican alto riesgo en lo que viene, sin una visibilidad colectiva del camino ni del destino al que nos conducirá el avión, del que no podemos salir, al menos durante muchos siglos. La confianza en los que dirigen -en este caso los pilotos políticos- languidece ante los fracasos de su gestión y confiamos más en los científicos como creadores de soluciones ante los retos casi imposibles de resolver. Pero la ciencia está sobre todo del lado de la economía y de los negocios, y mucho menos de las soluciones que la población en su conjunto y la vida del planeta necesitan, especialmente el medio natural intensamente amenazado y deteriorado. La ciencia llega a ser útil a través del mercado, y el comercio de las vacunas lo demuestra con la pandemia que sigue en el globo. La economía busca la eficiencia creando necesidades y proponiendo resolverlas, no importa en qué ámbito. El modelo productivo se sustenta en el crecimiento del consumo y solo así se considera saneado. Por ello el medio natural con vida y el de los recursos materiales se encuentran amenazados de cambios irreversibles. Vemos que la ciencia clama por los efectos ineludibles de la economía en el cambio climático, y ésta se resiste a tomar otros senderos distintos de los que la pura eficiencia económica determina, en manos de los agentes tanto públicos como privados.
En la otra cara de la moneda, lo simbólico, las intersecciones de culturas, la diversidad ideológica y religiosa entre diferentes grupos de poblaciones impactan en la convivencia a gran escala y en las relaciones sociales a pequeña escala de familias y comunidades. En algunos de los aspectos citados y para grandes poblaciones seguimos manteniendo culturas y modos de vida que defienden la unión de los principios religiosos con los de la política y la jerarquía social. Lo que en algunos lugares se abandonó hace 200 años, son hoy -en otros- los pilares de la organización social en construcción. Los vaivenes económicos, tecnológicos y culturales se producen constantemente y los conflictos armados que proliferan - aunque muchos no los conocemos- no terminan de solucionar nada a medio plazo. El mundo son muchos mundos, son muchas geografías económicas, sanitarias, tecnológicas, urbanas, territoriales, culturales, religiosas y medioambientales, sometidas a tensiones geopolíticas, tecnológicas y económicas constantes, entremezcladas con una globalización económica creciente con manifestaciones inesperadas de fenómenos bélicos, culturales, sociales, sanitarios y climáticos, hasta ahora nunca experimentados -y por ello desconocidos- en su gestación y consecuencias.
No cabe duda de que estamos cerca de un punto de inflexión, de no retorno en el modelo o modelos de sociedades hacia los que nos encaminamos. Los traumas y los cambios se aglomeran en muchos frentes. Las soluciones de unos colectivos son causas de otros problemas emergentes en una cadena sin fin. La interdependencia excesiva e hilvanada a través de la globalización económica y la desigualdad social creciente, crea un tejido cada día más y más tensionado, en forma de una malla de relaciones confusas, tendencias tecnológicas, acuerdos comerciales, estilos de vida, intervenciones militares, acuerdos ficticios seguidos de falsos compromisos y de incoherencias manifiestas. Son pocas las soluciones que alumbran un futuro sensato y mucho menos compartido, y todo cursa en la inmediatez de la respuesta para paliar cada problema en el momento que se presenta. Si no hay síntomas no existe la pandemia, es nuestro actual momento feliz de nueva normalidad, pero las causas siguen ahí esperando otra oportunidad. Nada hemos cambiado.
Las soluciones, cuando llegan, son siempre parciales y apenas existen estrategias coherentes con la dimensión y naturaleza de los problemas que dicen atender. En el largo plazo están los Objetivos de Desarrollo Sostenible de Naciones Unidas, como las diecisiete rutas en las que encaminar las acciones gubernamentales, comunitarias y personales, en este camino con más niebla que señales claras.
La complejidad es ya un calificativo usual de los expertos para describir los acontecimientos, pero a su vez un término finalista del diálogo o relato que se cierra sin atreverse a la concreción de la propuesta de cambio en busca de soluciones. Cuando se llega a este momento de la conversación, “el asunto es complejo”, se detiene el posible camino a las soluciones. Lo complejo y lo normativo son como las piedras y el cemento de un muro infranqueable. Parece que nuestros sistemas o modos de gobernar no están preparados para resolver problemas complejos, lo que genera un sentimiento de incapacidad manifiesta en los ciudadanos. Tal vez no estamos acostumbrados a lidiar con estas situaciones, o las herramientas disponibles para la regulación social son en parte inadecuadas, tardías, poco flexibles y muy rígidas en su aplicación.
Decaen las utopías tanto liberales como comunistas, y prosperan las distopías de la mano de la ciencia ficción y del cine. Lamentablemente no hay tanto ingenio, ni voluntad, ni liderazgo para crear un relato positivo que no sea volver al pasado más o menos adornado por la ruptura con la urbe y las modernas formas de vida. Sin embargo la tecnología sigue arrastrando a los ciudadanos con el anzuelo de la comodidad y del lo quiero todo, ahora, barato y nuevo. La formación en el espíritu crítico, en competencias de actitud y en la responsabilidad de las consecuencias de lo que elegimos como consumidores y contribuyentes, no está bien alimentada en la educación cívica de base. Seguramente necesitamos una inminente integración de los saberes científicos con las humanidades, áreas de conocimientos y sentimientos que han sido desencajados y aislados en los últimos siglos. El pensamiento económico vigente ha sabido manejar esta distancia con ventajas para el deseable y atractivo desarrollo económico como objetivo social global, en un falso relato sobre el progreso y la calidad de vida. Y fruto de esta necesaria integración de saberes necesitamos reorientar los sistemas sociales internos, las relaciones internacionales y la distribución global del conocimiento en el mundo. Por una alianza sobre la vida y la inteligencia planetaria de la que depende el futuro de casi todos. * Doctor ingeniero industrial y cofundador de APTES