i abuela materna lo conoció: era el médico de su pueblo natal y se llamaba Isaac Puente Amestoy (1896-1936). Isaac Puente fue un hombre de convicciones libertarias, formado en Santiago de Compostela, que desarrolló su actividad profesional en la localidad alavesa de Maeztu. Puente, que atendía otros dieciséis municipios de la zona, fue también conocido por ser el redactor de El comunismo libertario, la publicación impresa de 1933 que exponía el ideario del movimiento anarquista, y que tres años después de su primera edición, había despachado cerca de cien mil ejemplares. Tras ser encarcelado varias veces por defender su ideología liberal, el escritor fue ejecutado por las tropas franquistas en septiembre de 1936. Tenía 40 años.

La historia de Isaac Puente, que yo conocía -en parte- gracias a un testimonio familiar, era para mí la de un personaje sepultado en la noche de los tiempos, cuyo asesinato no solo acabó con su vida -pensaba yo, ingenuamente- sino con cualquier vestigio escrito del autor. La sorpresa es mayúscula cuando recibo y leo Un médico rural, la selección de artículos que Puente escribió en la prensa de la época y que acaba de recuperar Pepitas de Calabaza que, de esta manera, actualiza el legado de su pensamiento y reivindica su figura. Los responsables de la publicación no dudan en afirmar que, además de poseer unos conocimientos clínicos portentosos, Isaac Puente es (y subrayo el verbo en presente) uno de los teóricos más importantes del anarquismo ibérico.

Un médico rural recupera el perfil que Federica Montseny escribió en 1938 sobre él y que sirvió de pórtico a Propaganda, la primera antología de su obra. El retrato de la escritora catalana destaca su carácter humilde y sencillo, así como su altruismo con los pacientes y los reclusos de las cárceles por las que pasó, con los que compartía -dada su condición de preso político- todo lo que le enviaban sus familiares y amigos. El libro, editado con gusto exquisito y sobriedad artesanal, se divide en dos bloques complementarios: el primero corresponde a los artículos publicados en revistas de divulgación científica; el segundo a los textos combativos que escribió en periódicos y panfletos sindicales. Tanto unos como otros están firmados con una prosa transparente que los hace accesibles a cualquier lector, un empeño deliberado del autor para que su saber llegase al pueblo llano y no se perdiera en los tecnicismos propios de la ciencia y el pensamiento.

En los primeros, además de una serie de consejos para llevar una vida saludable, hay directrices pedagógicas dirigidas a la juventud, un periodo en el que “la experiencia vivida es bastante -dice- para hacernos desconfiar de las afirmaciones rotundas, y donde aparecen la duda y el afán de saber”. Ese mismo afán de conocimiento es el que llevó a numerosos teóricos libertarios -que profesaban la medicina- a denunciar el menoscabo que había traído la Revolución Industrial a la salud pública y las condiciones a las que era sometido el proletariado en su trabajo. Asimismo, en estas páginas se abordan cuestiones relacionadas con la sexualidad y el uso de anticonceptivos, así como asuntos polémicos como la eutanasia, el aborto o la conveniencia o no de vacunarse ante la amenaza de una epidemia.

Salud y anarquismo, por tanto, están ligadas aquí por un razonamiento que el sanitario expone, irónicamente, en “Usted debe ser solo médico”, que sirve de bisagra y nexo de todo el volumen. Y es que, como él mismo afirma, la medicina es una profesión dedicada “a combatir el dolor humano. Y la investigación de las causas del sufrimiento físico y psíquico nos lleva al campo de la sociología, mostrándonos que la miseria es una enfermedad en sí”. De esta manera, la sátira que hace de la mecanización de la ciencia se hace extensiva a la industria, dado que esta sacrifica la artesanía manual y paga al obrero, no solo con dinero, sino con la moneda sucia de la humillación y el sometimiento. Con juicios como este, que cuestionan la idiosincrasia del progreso, Puente se adelanta a la crítica de los sistemas de control social que, años más tarde, hará Lewis Munford en su magistral ensayo El pentágono del poder.

Lejos de la mala prensa que el anarquismo ha tenido las últimas décadas, el escritor siempre defendió la libertad individual con un límite muy preciso: la libertad ajena. Una independencia moral que se fundamenta en el pensamiento autónomo, ese que nos permite analizar la realidad con espíritu crítico y darnos cuenta, por ejemplo, de que muchos de nuestros males vienen dados “por la explotación capitalista del trabajo humano”. Él lo dice en una de sus mejores piezas: “Un postulado de justicia social tan elemental como el de que todo ser vivo tiene derecho a aquello que precisa para vivir choca abiertamente con el capitalismo, que niega ese derecho a unos cuantos millones de hombres”.

Históricamente, el anarquismo ha sido una corriente denostada e injustamente relegada a la esfera de lo utópico. Sin embargo, viendo cómo discurre el presente en algunos paraísos occidentales, podríamos concluir que la democracia también es una utopía. Y no solo eso, sino que, a consecuencia de los abusos de poder y los escándalos, se está convirtiendo en todo lo contrario. La señal más evidente de esta recesión democrática, la vemos a diario en la legitimidad degradada de un sistema que no funciona. También en el derrumbe de aquel sueño llamado clase media, un invento que se sostiene gracias a la ilusión colectiva de ese engañoso bienestar-el que nos dan nuestros pequeños privilegios- que nos exige a cambio una permanente esclavitud. (Lo dijo Montserrat Roig en la Transición: una sociedad no podrá cambiar del todo si cada ser no se enfrenta a sí mismo). Esa misma desidia e ignorancia, esa sumisión sistemática al orden establecido es la que denunció Isaac Puente en sus escritos.

Los artículos de Un médico rural son un estilete clavado en la piel del presente. Un venero de saber para quienes practican el trabajo de la lectura; un mensaje incómodo para los que evitan el ejercicio de pensar. Hay que subrayar la absoluta vigencia de estas páginas: los códigos morales que contienen -sus verdades inapelables, su insurgencia declarada- conectan directamente con los tiempos que vivimos. Isaac Puente, el médico del que me hablaba mi abuela cuando era niño, el mismo que se escondía en el monte porque lo querían matar, nos legó una filosofía de vida comprometida y solidaria que, un siglo después, sigue impugnando las mentiras del Poder. Más allá de las determinaciones ideológicas, sus convicciones cívicas y humanitarias -ese apoyo mutuo que preconizaba Kropotkin- dan la clave de su pensamiento. Estoy convencido de que serán muchos los que verán un espejo del presente en estas palabras: “El Estado es la más nefasta de las instituciones sociales y el sostén de todas las injusticias; la política, la más repugnante de las farsas”.