l matrimonio infantil es otro de esos temas que ha estallado recientemente en relación con el debate migratorio. Provoca alarma en la opinión pública y contribuye a enturbiar la política de integración. El matrimonio forzado de niñas y adolescentes atenta de manera flagrante contra uno de los principios fundamentales sobre los que se basa nuestro ordenamiento jurídico, y por extensión toda la sociedad moderna: la igualdad entre mujeres y hombres. Llevar el velo puede ser un signo de compromiso identitario -a condición de que tal gesto parta de una intención voluntaria y no condicionada-. Pero el matrimonio infantil resulta por completo indefendible. Desde muy corta edad, a las mujeres se les quita toda posibilidad de elección y de desarrollo personal, para encauzarlas forzosamente hacia papeles secundarios y subordinados que, además de discriminación, generan un círculo vicioso que perpetua el subdesarrollo, la baja calidad de vida y la marginación. Esta es, actualmente, la realidad de no pocas zonas de África y Asia en las que imperan órdenes jurídicos impuestos por la sharía. Bajo la ley islámica, el matrimonio infantil no solo está permitido sino que además existen preceptos que lo regulan. Entre ellos, el que más llama la atención es aquel que dice que padres y abuelos son propietarios de sus hijos y pueden casarlos.
Sobran comentarios sobre un tema en el que el sensacionalismo de los medios y la demagogia política distraen a veces de la perentoria necesidad de hacer algo al respecto. Se trata de abordar de un modo consecuente y realista las causas del problema, mediante la aplicación de políticas eficaces y coherentes con el ordenamiento jurídico y los principios del Estado de Derecho. Los mismos que se utilizan -o se deberían utilizar- para combatir los delitos de odio o la discriminación de colectivos.
Vivir en democracia implica madurez. Las visiones heroizantes del pasado son propias de una etapa de desarrollo adolescente que nuestro propio proceso de crecimiento nos impele a superar. La Guerra Santa y el matrimonio infantil forman parte de este catálogo de patologías culturales. Pertenecen al ideal de civilizaciones antiguas que hace siglos dejaron de existir, pero cuyo recuerdo épico aun estimula la imaginación de mucha gente inculta sometida a la influencia de clérigos fundamentalistas. La sociedad japonesa tradicional quedó reflejada en el ideal del crisantemo y la espada, hasta el mismo día de su hundimiento en el año 1945. De manera similar, en la mente de quienes predican la Sharía persiste una visión burdamente poética del carácter complementario de los dos elementos constitutivos del Islam mítico: la firmeza del guerrero y la sumisión del débil, entre el alfanje de acero damasceno del fedayín y las flores del patio en los jardines de la Alhambra. Detrás de estas metáforas, sin embargo, no hay más que una simple relación de dominio basada en la fuerza bruta: el verdadero cimiento sobre el que crece el Estado Islámico.
En todos los países en los que aún se mantiene la costumbre del matrimonio infantil llama la atención la existencia de unas condiciones similares en cuanto a desarrollo económico y social. La entrega de niñas y adolescentes tiene que ver con modos de vida tradicional -alianzas entre clanes, compensación de deudas y ofensas, etc.-. También existe una altísima correlación estadística con los índices de analfabetismo, pobreza, mortalidad infantil, violencia doméstica, suicidios de mujeres y otras lacras sociales y sanitarias por el estilo. Son estas las causas estructurales en las que conviene concentrar la actuación pública, tanto por parte de los gobiernos de los países correspondientes como por la de Occidente y las organizaciones internacionales.
Los casos en los que una niña o una adolescente que vive en un país occidental se ve presionada para renunciar a la escuela y su propia libertad personal para casarse, son relativamente fáciles de resolver. Otra cosa es desincentivar el matrimonio infantil en los países de origen. ONG y asociaciones similares no resultan muy eficaces a la hora de influir en las culturas locales. Pero los gobiernos disponen de medios más persuasivos. Puesto que muchos de los países en los que aún persiste esta costumbre ancestral del matrimonio infantil son socios comerciales de la Unión Europea, algo se podría hacer por la vía de los préstamos y el comercio exterior. En vez de utilizar el pretexto de los derechos humanos para conseguir ventajas en la relación de cambio (una práctica bastante vil de la que se valen las metrópolis a la hora de negociar con sus antiguas colonias), se podrían condicionar los acuerdos a la consecución de progresos en determinados ámbitos sociales, sanitarios y de escolarización que impliquen mejoras en las condiciones de vida de las mujeres, y con ello el abandono progresivo del matrimonio infantil y otros abusos. Solo mediante una actuación realista y bien planificada se conseguirán resultados a largo plazo. * Analista