uando comenzamos el nuevo año tendemos a destacar noticias significativas del tiempo precedente. Entre las noticias destacadas del tiempo reciente, la muerte, el suicidio, de Verónica Forqué ha puesto el dedo en la llaga con una última actuación desde las bambalinas del escenario de la vida, pero no ha sido más que la punta del iceberg de una situación verdaderamente preocupante. Y aunque es pronto para contar con los datos de 2021, el Código Riesgo Suicidio de Cataluña detectó en 2020 un incremento del 27% en menores de 18 años, seiscientos casos de un total de algo más de cuatro mil. Y se producen aproximadamente once suicidios diarios en el Estado español, lo que el contexto de pandemia agrava.
Como dato significativo se está subrayando que solo hay seis profesionales de la psicología y once de la siquiatría cada cien mil habitantes en España, mientras en Europa la media se multiplica por dos o tres; que el gobierno prepara un plan de prevención al que dota con cien millones de euros, pero los colegios del ramo afirman que no es suficiente; y que hay que tratar el tema de la salud mental en el contexto general de salud para no mantener un estigma que se pretende alejar. Y como la atención sanitaria en general se ha agravado en todas las áreas, que están dando signos de agotamiento, también en su salud mental, la cuestión está muy condicionada. Y no parece que el panorama sea muy halagüeño, pues, según sindicatos del sector, el incremento del gasto sanitario general debe contar con mayores recursos; aunque las diferentes comunidades no se encuentran en la misma situación, todas las personas necesitamos unos servicios de salud de calidad a lo largo de la vida, especialmente las más vulnerables, sin tener que pasar por dificultades financieras para pagarlos, como sucede con la atención a la salud bucodental.
La “dichosa” pandemia lo está complicando todo, y nos hace ver mejor las carencias del sistema, especialmente al poner en relación la salud mental con el suicidio, esa enfermedad silenciosa y silenciada que nos recuerda que no sabemos entender las situaciones de sufrimiento y desprotección de otras personas, a veces incluso de las personas más cercanas y más queridas, especialmente cuando les hemos dado la espalda.
A pesar de que tenemos mucho que cambiar en nuestras actitudes ante las enfermedades mentales, porque es preciso reconocer que no son irreversibles, que el aislamiento de las personas enfermas en nada les favorece para la recuperación, que si en un medio de comunicación se destaca el caso de que una persona determinada con enfermedad mental ha realizado un acto violento eso no quiere decir que todas las personas con problemas mentales son violentas o peligrosas, que la banalización del consumo problemático de sustancias no ayuda, y que la discriminación y actitud de supremacía hacia quienes tienen padecimientos mentales no solo es injusta sino que puede significar en el fondo “dime de qué presumes y te diré de qué careces”, pues una de cada cuatro personas en el mundo, según la OMS, padece algún tipo de trastorno mental. Si cinco de cada cien personas están diagnosticadas en España de depresión y otras tantas de trastornos de ansiedad, eso no quiere decir que no hay muchas más que no han sido diagnosticadas, y tampoco que han sido tratadas a tiempo, y de forma adecuada. Nadie se libra de tener algún problema; pero existe un derecho, que es el derecho a recibir apoyo para mantener la salud mental, como parte del derecho a la salud en general, y no solo atañe a las instituciones el defender ese derecho.
Decimos que sí, que hay que pedir ayuda cuando se necesita, que hay que acudir a profesionales, que hay que dotar de mayores medios a la sanidad pública para que contemos con los mejores profesionales. No hay ninguna duda ¿Dónde hay que firmar? Pero si tenemos en cuenta el porcentaje de suicidios podemos recordar que en España hay 8,32 suicidios por cada cien mil habitantes, y en algunos otros países cercanos, cuya cobertura profesional de la salud mental es mayor, el índice de suicidios es superior: Alemania 10,56, Francia 12,62, Islandia 10,8, Dinamarca 10,17, Suecia 12,46, Suiza 11,96 y Argentina 14,29, a pesar de su amplia cobertura en este campo. Conviene insistir que estos datos, cuya fidelidad en los matices siempre ha de ponerse en cuestión, no se presentan como argumento con el fin de paralizar el aumento de cobertura en salud mental; nada más lejos de nuestro planteamiento. Sería demasiado simple, como el deducir índices de cobardía o valentía en relación a que el número de hombres que se suicidan es tres veces superior al de las mujeres, teniendo en cuenta, además, que el debate sobre el concepto de cobardía o valentía es muy amplio y tiene muchas aristas, y que además no es este el núcleo de la cuestión. Ha de quedar claro que la asistencia psicológica y psiquiátrica que los profesionales pueden ofertar debe llegar a un número más amplio de la ciudadanía, y con mucha mayor premura. Y, además, como muestra de la complejidad del problema, puede ser interesante comparar estas cifras, pero además intervienen muchos factores pues, como hemos visto, países con ingresos altos, sanidad pública universal y sistemas comunitarios bien desarrollados, tienen índices altos de suicidio.
¿Cómo es posible un bienestar emocional cuando hay tantas contradicciones en la sociedad en la que vivimos? Además de los desajustes sociales donde a los problemas relacionados con las dificultades de las personas jóvenes para adquirir una vivienda o tener un trabajo estable, entre otros, se unen los ataques bullangueros de muchas personas desde las redes sociales, y hay apreciaciones de nuestro mundo como inhóspito, a pesar de que no vivimos precisamente en una de las sociedades más desajustadas. Aunque los trastornos mentales representan una de las primeras causas de enfermedad en el mundo, y el suicidio una de las principales causas de muerte, no terminamos de reconocer que la fragilidad humana es una de las características que nos definen, pero nos resistimos a aceptarlo.
No sabemos por qué alguien ha hablado en algún momento de la perfección humana cuando nuestro sino más permanente es el de la fragilidad, que está bastante reñida con la idea de perfección que, por cierto, a veces se vincula con la idea de superioridad de unas personas sobre otras, de supremacía. Quizá ese afán de superioridad también se manifiesta cuando conocemos que una persona se ha suicidado y se señala, se hace daño a los seres más cercanos de quien se ha suicidado. El suicidio, la posibilidad de poder marcharse voluntariamente de la vida y ponerlo en práctica, es siempre una llamada de atención, una pregunta: ¿Por qué la muerte, en algunas ocasiones, es preferible a la vida? ¿Y qué tipo de vida?
Filosofía, sociología, psicología y psiquiatría han estudiado y siguen estudiando el suicidio desde sus disciplinas propias, con una atención especial a aquellas personas que sobreviven a suicidios fallidos, a sus familias y a las familias de quienes perdieron la vida en este acto. No hay duda de que, en esta cuestión, influye la comprensión que tengamos del significado de la vida y de la muerte, y que sea cual sea esa concepción, y a pesar de todos los estudios realizados, coincidimos en la dificultad común para comprender por qué una persona escoge la muerte, por qué ha elegido el suicidio como una de las formas de irse de la vida, especialmente cuando se trata de personas que han aportado su grano de arena a la sociedad. ¿Por qué? ¿Por qué nos desasosiega seguir quedándonos con la pregunta?
Esperamos que el nuevo año, aunque no nos traiga una respuesta definitiva, aligere, al menos en algún punto, la intensidad de la pregunta, y consigamos, en esta labor coral, reducir un tanto las estadísticas. * Escritor