l final haces recuento de lo sucedido y haces conjeturas sobre lo por suceder. ¿Es esta la última ola pandémica? Ni idea; pero qué lejos quedan los murciélagos chinos de hace casi dos años, que se han pasado volando. Resulta raro echar cuentas de lo sucedido estos años y ver en qué han parado furias y entusiasmos, esperanzas e incertidumbres. Hay gente a la que no hemos vuelto a ver y por mucho que digamos que por fortuna, en plan guapetón matasiete, a otra sin embargo echamos de menos con tristeza. A cierta edad dos años no son gran cosa, en apariencia, y con un trago en la mano y en medio del barullo del tunda-tunda y sin mascarilla, menos; pero de mayorcico ese mismo tiempo es una herida que no es fácil restañar. Estamos viviendo un tiempo extraño que solo ha servido para vernos las caras, con o sin mascarillas.

Estos días de mamarrachadas y canalladas en lo público, y de temores y recogimiento escogido en lo privado, me he acordado mucho de los amigos que ya no están porque con ellos se fue una parte de mi vida, y sé que otras personas se han acordado de sus familiares que también se fueron a ese lugar del que no se vuelve. Pero pienso en la gente mayor que siente un temor, legítimo y fundado, a caer enferma porque nadie puede asegurar nada de lo relacionado con el virus y sus variantes.

Es infame lo que está sucediendo con los profesionales sanitarios y acoquina ver que no hay una respuesta ciudadana en consonancia con los empujones que se reciben. A una respuesta callejera me refiero, no en el hirviente aliviadero de las redes sociales, que por mucho fuego que parezcan tener, no va a ningún lado. Una respuesta callejera y una respuesta institucional. ¿A qué esperan sindicatos y asociaciones o el mismo Gobierno a querellarse contra Díaz Ayuso por cuenta de sus bellaquerías cotidianas?

Habrá que admitir que los principales afectados de la precariedad sanitaria callan por una mezcla de impotencia y fatalismo: les (nos) han birlado la sanidad pública o poco menos, y algunos hasta dan su voto a quien les perjudica. Ahora mismo, lo peor que nos puede pasar es enfermar de algo y chocar con un sistema sanitario desbordado, cuando no precario; tal vez esto no suceda en todas las comunidades, pero eso no quita para que sea una realidad siniestra y comprobable, por desgracia. Vivimos en un estado de queja inútil, en una rara cuerda floja.

En realidad, el mayor logro social y político de los últimos años es haber reducido al mínimo la capacidad de respuesta ciudadana ante los abusos de poder que padece. El deterioro de la sanidad pública es uno de ellos. El Congreso solo lo puede rodear, en plan camorra, la Policía, como bien sabe el antipático (por decir algo) Marlaska. A los demás nos espera la cárcel si se nos ocurre hacer tal cosa. Ya se encarga el propio ministerio de la porra de reventar las grandes movilizaciones, como tuvimos ocasión de comprobar. Con eso estaría todo dicho, pero no. Como si nada. Lo que acaba de suceder con los 6 de Zaragoza y lo que sucedió con los muchachos de Altsasu no encuentra una respuesta adecuada, ni mayoritaria en la calle ni por parte de las cabezas pensantes que, desde sus púlpitos de los grandes medios de comunicación, tiemblan a fecha fija tras los banderines de la Libertad y la Dignidad y el venid y vamos todos.

Pronto hará dos años que ventanas y balcones se llenaban de aplausos dedicados a la entrega profesional de los sanitarios... que enseguida se transformaron en cacerolas contra el Gobierno de coalición, y en una inaudita bronca de banderas como navajas. Es ya un lugar común decir que el principal beneficiario de este deteriorado estado de cosas pandémico y no pandémico, es la extrema derecha, filogolpista y reaccionaria, que no está perdiendo ocasión de emponzoñar la vida pública; pero me temo que así es, y que se están haciendo los amos a base de insultos, calumnias y una difamación constante que les está reportando unos réditos asombrosos. Silenciar esta situación equivale a entregarse de pies y manos. Con o sin mascarillas, en el futuro más inmediato pintan bastos.