l 11 de septiembre de 2001, y los días inmediatamente posteriores, la sensación de vulnerabilidad era palpable en Nueva York. Aunque no se decía abiertamente, no era posible evitar pensar que se estaban preparando más ataques mortales. Después de ver el colapso del World Trade Center, la percepción de límite acerca de lo desastroso y catastrófico se evapora. La incertidumbre y el miedo a lo que todavía podría ocurrir fueron factores importantes en la respuesta del gobierno estadounidense a los ataques de Al-Qaeda.
A la vez que impresionado por la respuesta cívica de los neoyorquinos, recuerdo la percepción extendida de escenario de bomba de relojería: no podía saberse si faltaban aviones por estrellarse. Se hablaba de informes que afirmaban que Al Qaeda tenía armamento nuclear, y de informes de colocación de bombas en la ciudad de Nueva York. Había mucha confusión y un temor colectivo muy acentuado. Los medios criticaron que no se hubiera reaccionado a diversas señales de riesgo terrorista durante los años 90. Ese otoño nuestro comportamiento cotidiano tuvo que cambiar debido también a los ataques de ántrax, una amenaza extendida sin relación con el 11 de septiembre.
Este contexto se ha utilizado a menudo como una justificación general de muchas de las decisiones más trascendentales, controvertidas e incluso dañinas que se tomaron después de los ataques: la gran expansión del estado de vigilancia; operaciones encubiertas para matar o capturar a presuntos terroristas y, en algunos casos, torturarlos; y la invasión primero de Afganistán, donde se planearon los ataques, y luego de Irak, donde no lo fueron.
Esas dos guerras costaron la vida de unos 7.000 soldados estadounidenses, más del doble del número de personas que perecieron el 11 de septiembre, y llevaron a una crisis de suicidios de veteranos militares ya de vuelta en casa (más de 30.000). Muchos miles de civiles en Irak y Afganistán perecieron en conflictos que se iniciaron en respuesta al 11 de septiembre o surgieron de sus consecuencias.
Veinte años después, surge la pregunta en Estados Unidos -y el lamento en muchos sectores de la opinión pública y el Gobierno- acerca del carácter prácticamente ilimitado de la “guerra global contra el terror”. Esta estrategia se dirigió de forma indiscriminada contra grupos terroristas islámicos a menudo competidores y países que no desempeñaron un papel directo en el 11 de septiembre. El lamento y la autocrítica también tienen que ver con el daño a largo plazo a la posición estadounidense en el mundo musulmán debido a ocupaciones militares aparentemente interminables y un sistema de detención de terroristas moral y legalmente muy cuestionable.
No pareció tenerse claro desde el comienzo si las invasiones perseguían exclusivamente objetivos terroristas, o si además sería necesario una estrategia de reconstrucción nacional de Irak y Afganistán con el objetivo de democratizar en lo posible ambos países y evitar que fueran utilizados como bases terroristas de nuevo en el futuro. Se trató inicialmente de invasiones militares. Y esta militarización de la estrategia dejó de lado aspectos fundamentales y muy necesarios en el objetivo de facto de reconstruir y pacificar Irak y Afganistán.
Ahora se acepta como un error no haberse planteado la reconstrucción como un esfuerzo que incluyera aspectos diplomáticos, de desarrollo y culturales, y por tanto una tarea mucho más compleja que una operación militar de gran calibre. En aquellos años, pocos pensaban que la ocupación duraría dos décadas, que podrían haberse aprovechado para profundizar en la historia, la cultura y las complejidades lingüísticas de los países invadidos. Esto no se hizo y la invasión no ha tenido consecuencias duraderas.
Incluso desde el punto de vista estratégico hubo fallas importantes. No se presionó a Pakistán, que nominalmente se declaró aliado de la coalición que invadió el país vecino, pero en la práctica no colaboró como podría haberlo hecho compartiendo inteligencia y ha seguido apoyando el fundamentalismo talibán durante todos estos años. Ni siquiera cuando se lanzó la operación contra Bin Laden (en mayo de 2011) se cambió de estrategia sobre Pakistán.
La concentración exclusiva en las amenazas externas -Richard J. Hofstadter, el distinguido analista, lo habría calificado de “paranoia” (ver su excelente libro de 1964 The Paranoid Style in American Politics)- tuvo como consecuencia que el gobierno estadounidense no se ocupó de las crecientes amenazas internas de los supremacistas blancos. Con todo, a los que vivimos aquí -y a nuestros dispositivos electrónicos- se nos mantuvo vigilados un número indeterminado de años, en virtud de la Patriot Act y a través de la NSA (Agencia de Seguridad Nacional).
Se ha debatido también acerca de si las técnicas de entrenamiento militar para la formación de un ejército afgano fueron las adecuadas. Entre los mandos del ejército estadounidense hay quienes piensan que se pecó de arrogancia creyendo que se podría dejar un ejército bien formado, competente y capaz, sin atención al contexto. Se sugiere que se debía haber formado a las incipientes fuerzas militares para que se parecieran más a los talibanes: más ligeros, más rápidos y más letales.
Respecto a Irak, la invasión estaba decidida y el recurso a las armas de destrucción masiva fue una excusa, como se denunció entonces. Se justificó también, ad hoc, como un ejemplo de democratización en un país árabe que podría influir positivamente en la región. En 2011, cuando surgió la Primavera Árabe hubo voces que lo relacionaron con la democratización de Irak, pero este movimiento solamente echo raíces en Túnez y condujo, a su vez, al colapso del régimen libio y a la guerra civil en Siria, que benefició al Estado Islámico.
El proyecto de desbaazificación fue un fracaso quizá motivado por fallos de inteligencia. Se confió su puesta en práctica a los políticos iraquíes, quienes inmediatamente lo convirtieron en un instrumento de su venganza contra otros políticos iraquíes. Con todo, en Irak ha habido cinco procesos pacíficos de transferencia del poder de acuerdo con una constitución redactada por los representantes políticos iraquíes y aprobada en referéndum.
No ha ocurrido otro 11 de septiembre y a lo largo de los años se ha conseguido neutralizar a un buen número de líderes terroristas. Pero incluso en este aspecto hay quienes se preguntan cuáles son los siguientes pasos. Los terroristas detenidos siguen sin tener un juicio, lo que indica que no se ha pensado en una estrategia general para abordar el problema.
Hay una sección memorable en el informe de la Comisión del 11-S que afirma que los ataques aquel día ocurrieron “por falta de imaginación”, es decir, porque a nadie con responsabilidades de gobierno se le ocurrió pensar que pudiera ocurrir un ataque de tales características y magnitud en suelo estadounidense. Esta alarmante negligencia no parece que vaya a ocurrir de nuevo, aunque pueden producirse otras.
Immanuel Wallerstein, el legendario analista recientemente fallecido, publicó en 2003 un libro, The Decline of American Power, en el que argumentaba que la respuesta de Estados Unidos a los ataques del 11 de septiembre significaría un paso más en el proceso de declive estadounidense (cuyo comienzo Wallerstein sitúa en la guerra de Vietnam) y el colapso del orden liberal internacional.
Hoy, veinte años después, esta línea de análisis no ha perdido relevancia a la luz de los acontecimientos que hemos ido viviendo. Es incluso razonable argumentar que las tendencias señaladas por Wallerstein se han acentuado.
* U.S. Fulbright Professional Ambassador, Massachusetts. Institute of Technology, London School of Economics