n los países musulmanes hay un número creciente de mujeres que se ven expuestas a infinidad de problemas derivados del ejercicio de sus derechos, a veces con grave riesgo de su integridad física y de sus vidas. En Yemen, por ejemplo, una joven llamada Intissar al-Hammadi sufre las iras de los clérigos islámicos por posar como modelo de alta costura para mantener a su familia. Por publicar en Facebook un posglosando satíricamente versos del Corán, una estudiante italomarroquí fue condenada a tres años y medio de prisión en Marrakech. Varias señoras de Teherán llevan algún tiempo empapeladas por los tribuales iraníes tras haber tomado parte, sin velo, en una manifestación. La bloguera tunecina Emma Chargui sufre condena de seis meses por publicar en su página web textos “ofensivos para el Islam”. Y Mila, una adolescente francesa, está en un programa de protección de testigos para escapar de amenazas de violación que se profieren contra ella desde su propia comunidad por haberse expresado en las redes sociales de un modo que los guardianes de la Sharia consideran impío. Y muchos más casos, que no cito porque sería llover sobre mojado.

La reacción del lector europeo ante estas nanocrónicas del horror es, lógicamente, de incondicional simpatía. Pero no pasa de ahí. Ni los medios insisten demasiado en aprovechar esta línea temática. La razón de esta desidia es que, como de costumbre, los árboles no nos dejan ver el bosque. Tomadas una por una, todas estas noticias producen la impresión de ser un compendio de anécdotas dispersas y no relacionadas entre sí. Pero cuando las contemplamos en conjunto, descubrimos la presencia de un fenómeno que comienza a alterar la estructura política y social de los países musulmanes. Es fácil de entender por qué. Tanto en Occidente como en el mundo islámico, las mujeres componen la mitad de la población. Por otro lado, lo sorprendente sería asumir que la tendencia a un mayor protagonismo de la mujer en todos los ámbitos de la vida, característica principal en el desarrollo de las sociedades contemporáneas, no llegara a afectar tarde o temprano a las naciones del Mahgreb o el Oriente Medio.

El islamismo radical, regido con mano de hierro por la Sharia, no es país para mujeres. Y es precisamente esto lo que genera la madre de todas las contradicciones: o se renuncia a planteamientos reaccionarios, o se regresa a la Edad Media. No hay vuelta de hoja. Todas estas pequeñas gestas de resistencia femenina que vemos en los medios no son más que síntomas del gran dilema en el que se encuentran los países musulmanes en nuestra época. Juristas marroquíes, imanes egipcios y agentes de la policía moral iraní están teniendo en los últimos tiempos más trabajo que de costumbre. Incluso en el recién liberado Afganistán, los talibanes se encuentran con dificultades para volver a implantar su régimen teocrático tal y como era cuando se vieron obligados a abandonarlo en 2002. Saben que el mundo les está mirando. Para no poner en peligro unas ayudas occidentales que necesitan con urgencia, se muestran anómalamente cautos a la hora de relegar a las mujeres afganas a un segundo plano. En algunas zonas del país, según el talante del cacique religioso que controla el territorio, niñas y jóvenes tienen diferentes posibilidades y grados de libertad a la hora de volver a las aulas o moverse por los espacios públicos.

Aunque parece que algo se está moviendo en el mundo islámico, no deberíamos hacernos ilusiones acerca del coste en términos de sufrimiento y conflicto. Como la historia nos enseña, las sociedades en proceso de cambio rara vez resuelven sus conflictos por medio del compromiso o la reforma pacífica. Tal vez la igualdad sea pedir demasiado. Pero la tendencia a un mayor protagonismo de la mujer en la vida pública del mundo islámico, es algo irreversible a largo plazo. Entretanto, la situación dista de ser no ya satisfactoria, sino mínimamente digna. En Kabul puede que los talibanes se vean obligados a mantener las apariencias, incluso a permitir la entrada de mujeres en las aulas universitarias. Pero el reglamento sigue siendo penoso: hombres con barba en las primeras filas, y las alumnas al fondo, con sus burkas y separadas por biombos. Por no hablar de todas esas trabajadoras, abogadas, blogueras y madres de familia que a lo largo y ancho de toda la geografía del Islam intentan seguir su vocación profesional o, simplemente, ganar un sustento para sus hijos.

¿Qué puede hacer Occidente para evitar que todo esto quede reducido a puro entretenimiento en redes sociales o la sección de sucesos del periódico? Desde luego habría que echar una mano. Sin entrar en consideraciones geopolíticas ni económicas de ningún tipo, estamos obligados moralmente a ayudar a las mujeres de los países musulmanes. Un primer paso, del todo ineludible, obliga a los gobiernos occidentales a poner orden en sus propias políticas de integración social de minorías. Afirmar los principios del Estado de Derecho, basados en la tolerancia y la igualdad, y no dejar margen al buenismo multicultural ni a planteamientos posibilistas basados en el interés electoral. Más allá de esto, Europa debería supeditar sus ayudas económicas y sus acuerdos diplomáticos al compromiso, por parte de los países musulmanes, de llevar a cabo procesos de mejora social y económica cuyo resultado inevitable sea un avance gradual en la situación de las mujeres. Por ejemplo, en el clausulado de los préstamos internacionales, debería haber apartados muy concretos relativos al desarrollo escolar, sanitario y de formación profesional.

La idea, más que avergonzar a los gobiernos de países en desarrollo poniéndoles delante un espejo en el que se puedan ver su precaria situación en cuanto a derechos humanos y los problemas de la mujer, sería inducir dinámicas que hagan inevitable la introducción de políticas menos reaccionarias. No menos crucial, para terminar, sería que se consiguiera que los medios dediquen más atención a esta denodada brega intrahistórica de la mujer musulmana por hacerse un hueco bajo el sol, contra el viento en contra de la tradición y la Sharia. Que no quede en un goteo de anécdotas, sino que pase a formar parte consistente del mainstream informativo.