n el año 1977, Enrique Tierno Galván, Santiago Carrillo, José María Triginer, Joan Raventós, Felipe González, Juan Ajuriaguerra, Adolfo Suárez, Manuel Fraga, Leopoldo Calvo Sotelo y Miquel Roca se reunieron un 25 de octubre para firmar y celebrar la consecución de los famosos -y por lo que se ve actualmente, irrepetibles- Pactos de la Moncloa.
Tras cuarenta años de dictadura y de inquinas y disputas entre españoles, que habían protagonizado un golpe de estado y vivido durante cuarenta años masacrados por el dictador Franco, aquellos hombres de ideologías y procedencias tan dispares -en otro tiempo enfrentadas entre ellas-, aquellos líderes, protagonizaron un acuerdo basado en el ejercicio de responsabilidad de todos ellos, que culminó en los famosos Pactos de la Moncloa. Dos fueron los acuerdos: uno para sanear la economía y ponerse a andar en el “nuevo tiempo” (Acuerdo sobre el programa de saneamiento y reforma de la Economía), y otro para fijar el marco jurídico y político que nos acompañara en el futuro. Ambos proyectos partían de cero, borraban de un plumazo el triunfalismo con el que el franquismo -y algunas derechas rancias españolas- pretendían erigirse en protagonistas del tiempo posterior a la sublevación o golpe de estado del 36.
A nadie se le escapaba que el triunfalismo que practicaron los franquistas tras la guerra civil del 36, bautizada con tanta ostentación como falta de vergüenza y disimulo con el nombre de Alzamiento Nacional, era un modo de tapar sus propias miserias, de cubrir con oropel lo que solo obedeció a la miserable condición infrahumana de los franquistas. Es por eso que cuando el dictador murió, aunque no lo dijeran en público, descansaron incluso quienes le habían vitoreado, disfrazados de cinismo y de miseria. Nada en el franquismo era laudable, de tal modo que el régimen impuesto tuvo que inventar fiestas y celebraciones de exaltación basadas en datos falsos, falsificados precisamente por quienes eran sus causantes y sus culpables. Sin embargo, a nadie le puede extrañar -ni hoy ni entonces- que la dictadura practicara aquel triunfalismo provocativo. De modo que los españoles asistíamos a un paisaje devaluado para el que no estábamos preparados ni formados convenientemente. Desde todos los lugares habíamos sido aleccionados desde que Adolfo Suárez aceptó dirigir el último Gobierno tras los tiempos de la dictadura, ya no del franquismo, porque al dictador no le funcionaba ni una sola neurona. A Suárez le eligió el pueblo: su nombre fue el más depositado en las urnas a las que habíamos sido convocados. Y Suárez, a pesar de haber pertenecido a organizaciones proclives al poder de la época franquista, organizó su gobierno haciendo valer lo práctico, y poniendo a su servicio en él a tecnócratas, de escasa ideología contestataria ante el franquismo pero debidamente preparados. De derechas, sí, pero sabedores de sus funciones y capaces de dejar abiertas las puertas del nuevo tiempo. Cabe nombrar a algunos: Abril Martorell, por ejemplo, o Fuentes Quintana, al que se atribuye haber utilizado la frase que usó muchos años antes (1932) un político republicano: “O los demócratas acaban con la crisis económica o la crisis acaba con la democracia”.
Quienes protagonizaron la transición no podían dejar caer la Democracia recién nacida porque habían encarnado su convicción más profunda: el franquismo había muerto. Nadie de todos aquellos prebostes era capaz de aceptar que el viejo tiempo pudiera repetirse. Nada resistía: el nuevo tiempo, falto ya de espíritu dictatorial y de cacique que lo alentase o dirigiese, pedía esfuerzos a quienes habían sufrido el franquismo con mayor brutalidad. Era la prueba de fuego para los socialistas, los comunistas y los nacionalistas de las Comunidades Históricas (Euskadi, Cataluña y Galicia), que estaban igualmente llamados a construir la España a la que pertenecían aunque fuera a regañadientes. Sin embargo, eran demasiados los recelos, y se hacía necesario, incluso imprescindible, un acuerdo amplio en el que no proliferaran los uniformes militares y sí los tecnócratas, o aquellas personas que antepusieran la tecnocracia al poder militar.
Y bien, así se hizo aquel acuerdo que sentó en la misma mesa a Carrillo y a Fraga Iribarne, a Felipe González y a Leopoldo Calvo Sotelo, a Adolfo Suárez y Juan de Ajuriaguerra, a Miquel Roca y a Tierno Galván... Probablemente, juntar en el mismo marco de discusión y debate a estas personas (y personalidades) tan diferentes, marcadas por vicisitudes tan diversas, fue (y sigue siendo aún) el triunfo más señalado de nuestra democracia.
En 1982, cuando Suárez cedió el Gobierno, los españoles vivíamos un tiempo de profunda crisis económica que estaba afectando seriamente a las vidas individuales. La inflación subía al mismo tiempo que lo hacía el número de parados. Todas las cifras que definen la situación económica y social de una comunidad humana se había disparado al alza. De ahí precisamente surgieron los Pactos de la Moncloa que convirtieron en saludos respetuosos lo que habían sido hasta entonces miradas recelosas. Y por si fueran pocos los involucrados, se añadieron los sindicatos y las organizaciones sociales de todo tipo, aunque mostraran algunas dudas de diferente condición.
Algunos de los lectores de este escrito tal vez estén dudando de lo que pretendo con él, pero a quien (como a mí) me tienen asustado los comportamientos de los líderes políticos actuales, nos entran ganas de recurrir a aquellos tiempos en los que los líderes, los partidos políticos, las organizaciones sociales y las ideologías se empeñaron en provocar acuerdos que siempre nos habían parecido irrealizables.
Sin embargo, hoy los portavoces de las formaciones políticas -quizás a causa de su escasa ideología y compromiso sociopolítico- encuentran en las reyertas y discursos procaces de los líderes la única razón para justificar sus posiciones y planteamientos. En medio de la profunda crisis que nos afecta, los líderes de los partidos no han encontrado un solo punto coincidente que iguale sus discursos; es más, las discusiones han aflorado en el propio seno de las formaciones convirtiendo los pronunciamientos de los líderes en eslóganes tan provisionales como oportunistas.
No son pocos los asuntos que amenazan nuestras convivencias. Algunas veces me siento abochornado cuando intento llegar a comprender interpretaciones opuestas sobre hechos que no deberían tener otra que no fuera la surgida del sentido común. Más aún, la duda se hace trascendental y mezquina cuando uno descubre que los políticos se posicionan según les dicta su conveniencia como buscadores del poder, en lugar de sus principios ideológicos. Por ejemplo, la derecha española a la que le gustaría expulsar sin remisión posible a los niños marroquíes que vinieron y aún siguen en Ceuta, protesta ahora porque el ministro Grande-Marlaska tomara por su cuenta la decisión de devolverlos de Ceuta a Marruecos. En un país, y en un mundo, tan atiborrado de conflictos, los líderes políticos viven más dichosos provocando y haciendo visibles los conflictos, de los que siempre responsabilizan a “los otros”, que resolviendo los problemas surgidos.
“Malos tiempos para la lírica”, cantaban los muchachos del grupo Golpes Bajos. Se trataba de una frase de Bertol Brecht que denunciaba una situación que se había producido en el corazón de Europa. Y bien, ¿qué podríamos decir ahora? Si los tiempos eran y son malos para la lírica, no lo son mejores para la épica. Escribió Brecht que “contra las rocas se estrellan mis enojos/ y así toda esperanza devuelven”. Hoy vivimos, igualmente, desesperanzados estos malos tiempos para la lírica, para la poesía que suele alertar y promover los sentimientos que hacen más llevaderas nuestras vidas y nos ayudan a convivir. Esta canción fue escrita por Brecht cuando los nazis tomaron el poder en Alemania. No vivimos ahora mismo una situación similar en España, pero la pandemia debería habernos sensibilizado, incluso humanizado. El ambiente que viene generando una parte demasiado numerosa de nuestra clase política no genera una convivencia razonable, ni conduce a una felicidad compartida. Seamos razonables y lógicos. Vivamos nuestras esperanzas con ilusión. Compartámoslas... y si se genera alguna discusión áspera, que sea para construir y no para destruir... como en aquel tiempo en que fuimos capaces de firmar -e ilusionarnos- los Pactos de la Moncloa.