ntes de postrarse en la tumbona desde la que manda tuits, Ione Belarra hizo un recorrido por las televisiones amigas. Se dedicó a repetir que “Aznar vendió Endesa al Estado italiano”. Es mentira. Endesa se creó durante el franquismo y sus acciones pertenecían, en efecto, al erario público. Felipe González fue el primero que comenzó a vender porcentajes de la compañía en Bolsa, igual que hizo con Repsol y Telefónica.
Cuando llegó Aznar completó la privatización de esas empresas y con los ingresos obtenidos se pudo amortizar una buena parte de nuestra deuda pública, lo que permitió que entráramos en el Euro. Muchos cargos ministeriales, como secretarios de Estado o jefes de Gabinete, dejaron de pertenecer a los correspondientes consejos de administración, en los que sacaban un envidiado sobresueldo.
Endesa fue comprada por Enel, la empresa eléctrica de la que el Gobierno de Italia es accionista mayoritario, siendo presidente Zapatero, en una operación sórdidamente urdida en Moncloa y en la que participaron como cómplices Acciona y el Banco de Santander. Zapatero lo hizo, sí; el mayor valedor de Podemos, el que siempre tiene palabras simpáticas para los de Belarra.
Si el que suscribe dijera que la actual secretaria general de Podemos se muestra intelectualmente incapaz de consultar siquiera la Wikipedia para enterarse de estas cosas es probable que alguien dijera que hablaba el heteropatriarcado, así que me abstendré. Lo que sí digo es que toma a la gente por estúpida, difundiendo como un loro algo tan notoriamente falaz. Es ese juego político amoral e impúdico, en el que no sólo cabe mentir sistemáticamente sino que se es inmune a la vergüenza de ser delatado por ello.
La que sí dicen que sabe algo es la vicepresidenta de Transición Energética, Teresa Ribera, o al menos esa era la fama que le rodeaba. Fama completamente injustificada. Conocimos a Ribera en los tiempos también de Zapatero, cuando fue nombrada directora de una cosa llamada Instituto de Desarrollo Sostenible y Relaciones Internacionales, con sede en París, y después secretaria de Estado de Cambio Climático.
Sánchez recuperó a esta aristócrata de la política para su gobierno, con galones de vicepresidenta y con el ampuloso cometido de dirigir la llamada “transición energética”. Ribera no miente con el desparpajo de Belarra, pero emplea lenguaje tecnocrático para no decir nada. Ha hecho el recorrido mediático contrario al de la de Podemos: estuvo unos meses tuiteando sandeces, y ahora le toca salir apresuradamente a los medios, desde Menorca y con despeinado de barco, a contar cualquier cosa que crea va a mitigar el escándalo de la subida de la luz. Como bien estableció el filólogo, no se puede expresar aquello que no existe en la estructura profunda del pensamiento. Este Gobierno adanista, que llegó diciendo que eran los primeros capaces de acometer retos históricos como la igualdad de género, la limpieza de las fosas de Cuelgamuros o la edificación de la economía verde, es incapaz de decir qué piensa hacer para domeñar el incremento de los costes de la energía con la que viven y trabajan todos los ciudadanos. Ni una idea, ni una promesa solvente. Nada. Se encomiendan a que pase algo que ni ellos mismos saben qué puede ser.
Belarra y Ribera comparten visión política en este tema aunque lo expresen de manera tan desigual. Hay dos cosas que no piensan hacer, y que son las que permitirían paliar el problema. Lo primero, acabar con la pesada broma, que ya dura demasiadas décadas, de que el recibo de la luz sea un talón al portador en favor de las arcas públicas. Un efecto bancario en el que todos los gobiernos han metido mano y han inflado con cantidades que nada tienen que ver con lo que de manera efectiva se consume. Dejar de obligar a la gente a pagar las decisiones políticas que componen la factura. Lo segundo, que el consumidor pueda elegir las características de su suministro y que la intermediación pública y de las grandes empresas sea sustituida por un modelo de consumo en red. Técnicamente sería posible que un hogar comprara su luz a un productor de renovables de Finlandia, o que la empresa del polígono industrial prefiera una oferta de una distribuidora francesa que se nutre de centrales nucleares por precio y continuidad de suministro.
¿Tiene que ser un gobierno de ignorantes el que tome estas decisiones en el nombre de los ciudadanos? Que la política está para generar reformas es algo que no entienden ni Belarra ni Ribera. La activista y la aristócrata son, en esto, iguales: para ellas el poder político se justifica por sí mismo, no por su componente transformador.