a decisión del Tribunal Constitucional de declarar inconstitucional el estado de alarma dictado hace unos meses por el Gobierno, me recuerda la célebre fábula de Tomás de Iriarte, esa que pone en escena dos conejos que ante la amenaza de ser atrapados por perros que se les echan encima discuten si los que vienen son galgos o podencos, hasta que la llegada de los canes que les dan caza pone fin a la discusión.

Bien, bien, pongamos que no fueran galgos sino podencos los que nos han tocado en suerte, pero los muertos, los miedos, los enfermos, los que viven con secuelas que no se pasan, las carencias sanitarias, las órdenes criminales dadas contra los ancianos recluidos en residencias madrileñas, que es lo que de verdad importa, son las mismas con alarmas o con excepciones. ¿O es que importa más la virguería jurídica, redactada con la preceptiva confusión, que supongo además adornada de latinajos y autoridades del Fuero Juzgo para arriba?

Me dirán que los jueces están a otras. Convengo, por mí que no quede. Pero a mí no me tranquiliza mucho saberlo y saber que en lugar del de alarma debería haberse declarado el estado de excepción porque mi miedo a la enfermedad, con o sin vacuna, sigue siendo el mismo. Estoy seguro de que si hubiese sido al revés, la bronca habría sido la misma. La pandemia está en el aire, recrudecida, sin alarma y con poca excepción, con jueces a los que no les gusta el toque de queda porque se ve que saben de epidemias un rato.

Hay ocasiones en que los juristas, en el uso excesivo del papel de fumar con el que cogen con delicadeza los hechos más sensibles, resultan poco menos que asociales. No se trata de investigar las 8.000 muertes de ancianos, gracias en parte a órdenes criminales, sino de hacer virguerías trentinas con el sentido de las leyes y ver si de ese modo se socava al gobierno y se coadyuva en la tarea de tumbarlo. Los muertos pueden esperar y los enfermos que van a diario en cascada a los centros de salud y acaban en las UCI amenazadas otra vez de colapso, también. A estos últimos les debe confortar mucho saber si lo suyo es constitucional o no. ¡Qué alivio! Las órdenes criminales del código penal fuera, las abstracciones del tribunal constitucional a la palestra. Resultan un buen encubrimiento de problemas de más hondo calado.

El país puede irse a la mierda, pero, zambomba, menudos magistrados tiene, gobernándolo con el código hecho repetidora en la mano, vigilando que no haya cambios de rumbo en el viaje que conduce a estrellarse contra la piedra imán, como Sinbad el Marino. Porque ese parece ser el proyecto político. De hecho, ya da un poco igual que haya elecciones de partidos pudiendo hacerlas de magistrados (Aitor Esteban en una de sus intervenciones de lujo), e incluso tirar a suertes los puestos.

¡Libertad, libertad... con sed! y de paso ¡Que le quiten el tapón al botellón, al botellón!, por mucho que lo persigan. Hay sed en el aire. Mucha, pero no de justicia, o no en la misma cantidad. Porque vamos a ver, me repito ¿Se van a investigar por parte de los jueces con la misma celeridad las muertes de los ancianos o no? ¿O la demora y las quisicosas son un capote a la derecha que teme verse alcanzada de lleno por esa investigación como autora de delitos graves?

Nos encontrábamos y nos encontramos ante una pandemia desconocida frente al la que se ha actuado a base de aciertos, errores y palos de ciego porque no había otra forma. ¿O la hay? Porque si la hay y alguien posee el secreto, no estoy muy seguro de que lo comparta: es negocio.

Tal vez ese campeón de la mala fe que es el pepero Casado sepa algo, porque es una especie de imparable Don Nicanor tocando los... la moral, y lo mismo que te dice una cosa, te dice la otra, como Pazos (pero sin tanta gracia), el fabuloso gánster gallego de la película Airbag, el del conceto. Tenía razón el hombre, aquí se ve que lo que importa es el conceto, no los muertos, no la amenaza constante de una imparable pandemia, no el miedo o la inconsciencia asocial, pandémica también esta, no la privatización de la sanidad hecha negocio... Ay, amigos, el conceto, “a los hechos me repito”.