a central nuclear de Fukushima en Japón advierte de un futuro vertido de aguas radiactivas tratadas al Océano Pacífico durante varias décadas. Inicialmente, más de un millón de toneladas de aguas radiactivas vertidas al mar cuyas imprevisibles consecuencias ecológicas vuelven a poner de manifiesto los retos pendientes de muchos países desarrollados respecto de la energía nuclear. Estos datos y el propio debate abierto sobre la pandemia y la crisis económica, la sostenibilidad, el modelo energético o la imprescindible protección de los recursos naturales vuelven a demostrarnos las importantes limitaciones derivadas de nuestro modelo de desarrollo. De momento, sobre la reciente previsión de vertido en Fukushima no existe respuesta jurídica internacional de ningún tipo.

Un futuro vertido de estas características nos demuestra lo poco que importan las fronteras políticas que rodean las interacciones del medio ambiente, pues éste desborda nuestros límites territoriales y nos recuerda la ineficacia de nuestras fórmulas de prevención sobre daños en la atmósfera, en el suelo, en las aguas o en los mares. La cuestión se dificulta más en estos medios, donde nuestro margen de actuación en lucha con los elementos deja bien clara la desigual pelea que el hombre se ha obstinado en emprender contra la naturaleza durante siglos.

La problemática no es nueva sin que hasta la fecha existan visos de solución a un problema que la crisis global tampoco ayuda a solucionar. Al contrario, seguimos sufriendo las consecuencias de propuestas como la de Fukushima, sin que el sistema internacional sea capaz de manifestar reacción alguna ante una situación de estas características.

Este modelo se suele justificar en las necesidades energéticas y económicas de cada Estado para justificar el incumplimiento de los compromisos internacionales, olvidando que la problemática nuclear sigue sin dar respuesta tecnológica a la imprescindible gestión de los residuos nucleares, incluso respecto de las aguas marinas empleadas en la refrigeración de los reactores nucleares. Con ello, subsiste una gran batalla política para dirimir los niveles de cumplimiento de la legalidad internacional, sobre lo cual hay quienes pretenden quedar exonerados gracias a los generosos límites de su soberanía, para huir de principios que supongan injerencia en sus política energética. De facto, a nivel doméstico e internacional se ha formalizado un régimen jurídico y bursátil de comercio con los derechos de emisión de gases, por ejemplo. Este mercado es arbitrado entre los Estados y las empresas que han agotado sus cupos y quienes tienen margen de mercado sobre las emisiones.

Al mismo tiempo, los países en vías de desarrollo llevan años soportando el impacto de estos gases en su biodiversidad, en sus actividades primarias y en sus economías en zonas dependientes de los sectores básicos, especialmente de la agricultura y la pesca. Su futuro lleva siglos ligada al impacto de un modelo que tiende a hipotecar el futuro de muchas sociedades. Los mares colindantes con Fukushima llevan ya algún tiempo en barbecho pesquero a la vista de lo acontecido. Frente a ello, subsisten a nuestro alrededor políticas energéticas y económicas coyunturales, de mero impulso al consumo como condiciones habituales de la reacción internacional ante la crisis.

El impacto global del dilema nuclear solamente puede intuirse en la distancia y minimizarse con políticas locales comprometidas y tecnológicamente contrastadas. Un reto que demanda acciones locales, junto con apuestas globales basadas en el acceso a la energía limpia, la solidaridad, la sostenibilidad real y la inversión en tecnología, innovación e investigación para hacer frente al futuro sin renunciar al propio presente.

En este contexto, tanto Naciones Unidas como la Unión Europea debieran replantear sus difusas posiciones sobre la cuestión nuclear. Es necesario que ambas instituciones se sobrepongan y pasen a ser instrumentos políticos activos. Esa debiera ser su contribución para que el Derecho y la Justicia de los bienes comunes se globalicen junto con los Derechos Humanos. Bien es cierto que para proteger el medio ambiente y los recursos que lo integran no basta con el Derecho. Sigue siendo necesaria una receta de compromiso de lo local a lo global para atajar los problemas desde su raíz y medir los resultados antes de la toma de decisiones.

La globalización no debería seguir siendo un proceso meramente mecánico. Debiera tomar en consideración las relaciones humanas, así como el mismo fin o el significado de la vida por diferente que éste sea en cada una de nuestras culturas y civilizaciones. De lo contrario, el modelo de desarrollo corre el riesgo de no dar una sola respuesta política y jurídica a situaciones como la de Fukushima, mientras una parte del océano se pudre bañado en aguas radiactivas.

El autor es presidente de las Juntas Generales de Gipuzkoa