a política es una acción intencional, pero no solo eso. Con mucha frecuencia, yo diría que casi siempre, los actores políticos pretenden una cosa y el resultado es diferente e incluso el opuesto del pretendido. Como nos enseñó Max Weber, “el resultado final de la actividad política raramente responde a la intención primitiva del actor”. Conviene recordar esto en un momento en el que la política parece haberse reducido a jugadas maestras, malabarismos oportunistas y golpes de efecto.

La política es cada vez más una cosa de actores supuestamente astutos y espectadores atónitos que no terminan de saber si quienes mueven las fichas son demasiado listos o simplemente consideran a los demás demasiado tontos. Los estrategas que se creenspin-doctors y los impresionados ciudadanos que se tragan las teorías de la conspiración tienen en común que piensan la política como el resultado de una calculada planificación, cuando en realidad es más bien una inmensa y apasionante chapuza.

No hay decisión política sin reacción de los otros, efectos secundarios, consecuencias impredecibles y planes que se desbaratan.

La realidad suele acabar poniendo a las cosas en su sitio y reduciendo las genialidades a su condición de ocurrencias. Toda maniobra política está sometida a dos leyes: la primera es que cualquier decisión es precedida de un cálculo en términos de beneficio electoral y la segunda es que los resultados finales de las propias decisiones son incalculables. No hay nadie en el mundo de la política que no calcule y exigirles lo contrario sería equivalente a pedir que se suiciden, pero no siempre ese cálculo se hace bien y el cementerio político está lleno de suicidas. Si estos cálculos salen mal o no tan bien como se había previsto es porque actuamos en contextos en los que todo está conectado con todo y cualquier movimiento desequilibra el conjunto o es respondido de un modo que no se puede anticipar.

La conexión entre Murcia y Madrid es solo un caso grotesco de eso que en los manuales se llamaba pomposamente interdependencia. La política termina siendo aquello que resulta cuando lo que pretendíamos choca con los límites de la realidad y con la voluntad de los otros. La realidad es el conjunto de condiciones limitantes, la resistencia de las cosas con que se topa cualquier actor. De esa realidad forman parte también los demás actores, que no son seres inertes, los que compiten por el poder y los gobernados a los que no es tan fácil embaucar. No hay acción a la que no corresponda una determinada resistencia, ni iniciativa sin oposición o acto sin contraprogramación.

La política es un campo abierto, lo que la hace apasionante en la misma medida en que su resultado final es imprevisible. Lo primero que debe saber quien se dedica a ella es que va a moverse en un entorno de interacciones. Dicho de otro modo: no es malo maniobrar sino creerse que los demás no lo hacen. Si la volatilidad parece afectar más a los nuevos partidos que a los viejos probablemente sea porque la ilusión de los nuevos se debía en buena medida a la ingenuidad y al adanismo. No viene mal a nuestros sistemas políticos que de vez en cuando entren en escena sujetos poco realistas que cuestionan el perímetro de lo posible. Pero también es cierto que toda sigla que desaparece suele sepultar lo que queda de las mejores intenciones y del desconocimiento de la realidad. Los partidos clásicos puede que tengan en sus armarios, además de algún cadáver, más experiencia.

Que muchos políticos actúen de una manera tan tacticista no se debe solo a sus propiedades personales sino a las características estructurales de la sociedad en que vivimos y al modo como la política condiciona el espacio de juego.

Hay una gran volatilidad general, el tiempo político se acelera, aumenta la incertidumbre y la política ya no puede hacerse con la planificación, la parsimonia y el horizonte de estabilidad de otros momentos históricos. En este contexto las decisiones son apuestas de resultado imponderable, adoptadas en medio de una gran inseguridad respecto del futuro. Quien no se agita, golpea e interviene con ocasión o sin ella termina pareciendo un inútil que carece de ideas. Estas son las reglas del juego, aunque todos sabemos que moverse mucho puede ser el síntoma de que no se sabe qué hacer y que la agitación raramente produce una transformación efectiva de las cosas.

Una de las consecuencias de esa aceleración de la política es que se han acortado los plazos para la recompensa y el castigo. Tenemos a unos políticos actuando para obtener rendimientos inmediatos, con un nerviosismo que refleja angustia, el temor a desaprovechar las oportunidades o llegar demasiado tarde a no se sabe dónde. Seguramente actúan así porque también son impacientes sus partidos y sus electorados, como clientes que buscamos una gratificación inmediata. En el carrusel de la política todo dura cada vez menos, las promesas, la ilusión, la memoria y los liderazgos.

¿Qué deberían saber los políticos para no perderse en este torbellino de volatilidad, en medio de una competencia tan brutal y con la amenaza de no poder hacer nada y desaparecer? Mi primera recomendación sería que conozcan y respeten sus límites, el principal de los cuales viene dado por la existencia de unos adversarios que no suelen ser tan inútiles como se desea o proclama en los propios entornos. Y el segundo consejo es que actúen en otro registro, en el largo plazo y la reflexión estratégica, que tengan paciencia.

Max Weber describía el oficio político como un trabajo continuo y esto, aunque parezca haber quedado superado por la actual espectacularización y velocidad de la política, mantiene buena parte de su vigencia. Hay espacios para un tipo de liderazgo distinto de la búsqueda ansiosa del “pelotazo” político. ¿Y qué debería saber la ciudadanía? Bastaría con que no nos dejáramos impresionar por las demostraciones de habilidad de algunos de nuestros representantes y depositáramos nuestra confianza en quien nos parezca de acuerdo con otros criterios.

El cementerio de la política está lleno de actores con fantásticas intenciones. Conviene tener en cuenta a este respecto que de ese cementerio se entra pero a veces también se sale. Así como el éxito es reversible, tampoco deberíamos dar a nadie por completamente muerto. En cualquier momento puede haber una segunda oportunidad para actores o ideologías que habían desaparecido, lo cual puede ser una buena noticia o una terrible amenaza.

El autor es catedrático de Filosofía Política e investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco. @daniInnerarity