uien haya seguido recientemente a Emmanuel Macron en Google, se habrá dado cuenta de que las primeras entradas en la página de búsquedas remiten al tipo de titular sensacionalista y sarcástico con el que los medios acostumbran a dar la réplica a las cuestionables hazañas guerreras de nuestro tiempo: “Macron declara la guerra al Separatismo Islámico”, “La cruzada de Macron”, “El plan de Macron contra el islamismo radical desata una oleada de protestas en los países musulmanes”, “Los expertos dudan de la eficacia de las medidas cosméticas de Macron”… Y no hablemos ya de lo que se publica en los países musulmanes. Todo va por esa línea, intentando situar al Presidente de la República Francesa en un encuadre narrativo que haga de él una presa tan fácil como George W. Bush después de la invasión de Irak en 2003. Sin embargo, la resolución de plantar cara al islamismo radical, por parte de un mandatario cuyo país sufre desde hace años una oleada devastadora de ataques terroristas, no es temeraria ni mucho menos inútil como sostienen los analistas políticamente correctos. La ofensiva de Emmanuel Macron contra el islamismo radical no solo hacía falta. También comporta grandes probabilidades de éxito.
La lucha contra el terrorismo yihadista va más allá de montar operaciones policiales, desmantelar células de activistas, perseguir lobos solitarios o neutralizar redes de financiación, suministros de material, pisos francos y demás componentes de la logística del terror. La actividad criminal de los guerreros de la Yihad se desenvuelve en un entorno social y geográfico que está resultando ser mucho más amplio y complejo de lo que se creía. Dentro de la misma Francia, cuyo gobierno se ve forzado a emprender este movimiento de respuesta, el ecosistema del terror se extiende por los barrios marginales de las grandes ciudades, donde vive una parte considerable de los 8 millones de musulmanes residentes en el país. Las tendencias radicales son el producto final de las prédicas de clérigos extremistas entre una audiencia compuesta por jóvenes desarraigados con graves problemas de identidad personal e integración en la sociedad francesa. El proceso de radicalización se ve favorecido por un número de factores como políticas educativas inadecuadas, y también por el diletantismo multicultural de las élites, la falta de inversión en infraestructuras y determinadas estrategias cortoplacistas aplicadas por los grandes partidos de la política nacional francesa durante los años 80 y 90 del pasado siglo XX.
El efecto acumulativo de la dejadez institucional gala ha terminado por crear una situación muy empantanada y de carácter tan amplio que para corregirla no basta un programa de medidas políticas para la legislatura en curso. Hablamos de una tarea hercúlea, para una generación o más, con un coste astronómico que, de abordarse de un modo sistemático y fríamente racionalista, al estilo de la tecnocracia estatal gala, acapararía durante décadas gran parte de los recursos públicos y el esfuerzo de las mejores mentes de la nación. Y todo ello sin demasiadas garantías de éxito. Sobre todo teniendo en cuenta que es una estrategia que ya se empleó en el pasado, con los resultados decepcionantes que hoy se conocen.
El liderazgo político, para ir más allá de la pose ceremonial y pictórica, implica una economía de acción basada en el efecto moral que desencadenan los grandes gestos. Lanzar una señal firme y clara, tanto ante la ciudadanía francesa como ante los colectivos inmigrantes, tiene más posibilidades de éxito que la implantación mecánica de programas buenistas y finamente matizados que podrían entenderse como una postura de debilidad. Emmanuel Macron afirma de modo categórico la preeminencia de la cultura francesa y los valores de la República: democracia, laicismo, igualdad de sexos, tolerancia y respeto. Con ello, la obligación de aceptar tales preceptos, sin que normas particularistas extrañas (como la Sharia) puedan imponerse al orden jurídico francés y las leyes de la Unión Europea. Para lograr este objetivo, el Presidente de la República pone a todas las confesiones religiosas -también a cristianos y judíos- en el lugar que considera que les corresponde, y obliga a mover ficha al propio Consejo Francés para el Culto Musulmán (CFCM), exigiendo la firma de una declaración de intenciones vinculante.
Algunos críticos de Macron afirman que esta política es contraproducente, ya que tratándose de una cuestión de seguridad interior se pone demasiado énfasis sobre la religión. Se arguye que el exceso de rigor laicista puede terminar generando una reacción social en forma de nuevas corrientes fundamentalistas. Ciertamente existe esta posibilidad: en los países del Oriente Medio el islamismo radical surgió como respuesta al laicismo de los regímenes políticos de los grandes caudillos nacionalistas árabes del siglo 20: Gamal Abdel Nasser, el Sha de Persia, Anwar El Sadat, Saddam Hussein o Gadafi. Sin embargo, tampoco se puede pasar por alto que el principio que legitima los actos terroristas del islamismo radical es la religión. Tratándose de algo esencial, tarde o temprano habrá que abordarlo con el obligado respeto, pero también con firmeza, sin parapetarse detrás de postureos buenistas dirigidos a evitar que la gente se sienta ofendida por los motivos más nimios. La estoica severidad de Macron forma parte del modo correcto de hacer frente a las dificultades de la vida y los desafíos de la historia. Mantener posiciones de fuerza es de entrada lo correcto, sobre todo cuando se lucha por una causa justa. Llegado el momento, se pueden hacer concesiones en función de los progresos alcanzados.
Lo aquí escrito no supone ningún alegato en favor de los planes de Macron. Y por supuesto el lector tampoco está obligado a estar de acuerdo con ninguna de las valoraciones, ni a favor ni en contra. Tan solo se trata de comprender una línea de actuación que durante los últimos meses ha estado tomando forma al otro lado de los Pirineos, por la necesidad de resolver problemas que nos afectan a nosotros también. Euskadi, ubicada en los extremos de las respectivas jurisdicciones estatales de Francia y España, es el punto donde tiene lugar el encuentro entre la firmeza gala y el escepticismo ibérico. Paralelamente al despliegue de las vacunas del Covid-19, está comenzando el de otra no menos importante, contra el patógeno disgregador del islamismo radical. Que esto no le coja a nadie con el paso cambiado.