abemos que los demagogos extremistas emergen de tiempo en tiempo en todas las sociedades, incluso en aquellas con una sólida tradición democrática. Estados Unidos también ha tenido su parte (Henry Ford, Joseph McCarthy, George Wallace, entre otros), aunque ninguno había llegado a presidente hasta ahora.
En la cultura de negocio familiar neoyorquino heredado de su padre, constructor, Donald Trump no conocía límites. Su deseo vanidoso de grandeza y celebridad se fue alimentando con una mezcla de decisiones arriesgadas y su capacidad para jugarle al sistema y ganar bordeando las normas establecidas. A pesar de sus repetidas bancarrotas, Trump se abrió paso en el negocio, acumuló una fortuna (de proporciones desconocidas) y más tarde adquirió fama nacional con The Apprentice, un programa televisivo que lo convirtió en showman y multiplicó su popularidad en todo el país.
La cultura de la celebridad (llevada al extremo del culto a la personalidad en el caso de Trump) y su eslogan de campaña le unen a Ronald Reagan, un presidente proto-populista y carismático que dio un giro radical a la trayectoria de Estados Unidos. Make America Great Again fue el lema de Reagan en la campaña electoral de 1980.
En la primavera de 2016, en una conversación informal con Bob Hawks, entonces vicepresidente financiero en la legendaria universidad The Cooper Union, en Manhattan, coincidimos en subrayar los riesgos que entrañaría una victoria electoral de Trump, que por entonces no parecía posible. “Es un tipo peligroso”, comentó Hawks de forma lacónica y certera.
Era una impresión, compartida por muchos en Nueva York, que el tiempo no ha hecho sino confirmar y que es hoy evidente para la mayoría. Trump obtuvo en la ciudad en la que residía tan solo el 19% de los votos en 2016. En 2020 ha obtenido el 14%. Nunca ha ganado el voto popular en el país, ni hace cuatro años ni ahora.
Hay tres factores interrelacionados que contribuyen a entender el amplio respaldo electoral que obtuvo en 2016 y el aún mayor en 2020 a su mensaje racista, nativista, narcisista y anti-establishment: Uno, los daños de la globalización económica; dos, la polarización socio-política, semilla del populismo; y tres, la encrucijada cultural o identitaria que atravesaba y atraviesa Estados Unidos.
Respecto a lo primero, la clave son los procesos de reestructuración capitalista y relocalización manufacturera en todo el Rust Belt estadounidense desde hace cuatro décadas, que han ido originando una pérdida paulatina de poder adquisitivo y calidad de vida en millones de ciudadanos, y una acusada desigualdad socio-económica en el país. Los perdedores de la globalización están en la base del trumpismo.
Remito al lector al libro reciente (julio de este año) Macroeconomic Inequality from Reagan to Trump, de Lance Taylor, profesor en la New School for Social Research de Nueva York. El Nóbel Angus Deaton y su esposa Anne Case explican las consecuencias personales trágicas de la desigualdad extrema en Deaths of Despair (marzo de 2020). Joe Stiglitz también ha narrado magistralmente el grave problema de la fuerte desigualdad en Estados Unidos en dos de sus libros: The Price of Inequality (2012) y The Great Divide (2015).
Respecto a la polarización socio-política, está estrechamente relacionada con la desigualdad y el declive económico, aunque estos no son causas únicas de aquella. En efecto, la polarización política tiene también un componente de guerra cultural que los populistas siguen intentando aprovechar para superponer la dualidad élite-pueblo a la tradicional divisoria izquierda-derecha.
El fiasco de la invasión de Irak, la crisis financiera de 2008 y el rechazo al globalismo en un país con un fuerte componente aislacionista llevaron a Trump a explotar hábilmente el resentimiento extendido en Estados Unidos contra las élites políticas (Washington D.C., o coloquialmente “the swamp”), intelectuales (la Ivy League y el progresismo universitario), culturales (Hollywood), tecnológicas (Silicon Valley) o financieras (Wall Street) y a proclamar su America first a una audiencia millonaria entregada.
Finalmente, los factores culturales tienen que ver con la identidad cambiante de Estados Unidos y, en particular, con el temor de la todavía mayoría blanca a perder su poder y su estatus debido a la evolución demográfica del país. Esto explica que el mensaje supremacista blanco de Trump fuese bien acogido en una sociedad que somete a muchos miembros de las minorías raciales a una ciudadanía de facto de segunda clase.
El supremacismo blanco ayuda a entender, por ejemplo, la actitud beligerante y destructiva de Trump y los republicanos hacia Obama y su obsesión contra una ley, el Obamacare, que otorga derechos sanitarios sin precedentes a todos los ciudadanos estadounidenses por igual, también a negros e hispanos, naturalmente.
A pesar de todo lo dicho, no creo justificado mantener una visión simplista respecto de los votantes de Trump. En Strangers in Their Own Land, la prestigiosa socióloga de Berkeley Arlie Hochschild relata las vidas de los habitantes de una zona fuertemente trumpista de Louisiana, mostrando al lector vidas destrozadas por salarios estancados, la pérdida de un hogar, un sueño americano esquivo y opciones políticas y puntos de vista que tienen sentido en el contexto de sus vidas.
La cuestión es si Trump ha sabido dar solución a los problemas de las personas que le votaron. En ciertos círculos se ha extendido la idea de que, a pesar de su autoritarismo, su demagogia y sus ataques a la democracia, Trump ha relanzado la economía estadounidense y se le puede considerar un presidente exitoso. ¿Es posible defender esta idea?
Trump llegó al poder en un contexto de bonanza económica propiciado por las políticas de Obama. En los tres últimos años de Obama se crearon más puestos de trabajo que en los tres primeros de Trump, quien se va a ir de la Casa Blanca siendo el único presidente en décadas con un saldo negativo en creación de empleo.
Su única política económica ha consistido en rebajar impuestos; y la bolsa lo ha acusado positivamente. Que la bolsa vaya bien es muy importante en Estados Unidos, donde muchos millones de ciudadanos tienen sus pensiones de jubilación invertidas en renta variable. Pero incluso en este aspecto la evolución de la bolsa de Nueva York en los tres primeros años de Trump es peor (+44%) que la que tuvo en los tres primeros años de Obama (+75%) o de Clinton (+62%), aunque mejor que en los tres primeros años de Bush hijo (-13%).
El presidente saliente no deja un país más fuerte económicamente que el que se encontró, sino más polarizado y dividido, ahogado en una pandemia que no quiso gestionar, con una menor influencia internacional y con una Corte Suprema carente del tradicional y necesario equilibrio ideológico.
Si quien está al cargo del país (sea o no empresario) es una persona incompetente y no interesada en hacer bien su trabajo, entonces los resultados difícilmente podrán ser positivos. Si además esa persona exhibe una obsesión desmedida y enfermiza por aferrarse al puesto a costa de las normas de la democracia, el asunto resulta doblemente indignante y reprobable.
El 21 de enero, Trump quedará sujeto a la justicia ordinaria como un ciudadano más. Hay múltiples querellas esperando para activarse a partir de ese día. Cyrus Vance Jr., fiscal de Manhattan, le aguarda también con acusaciones de fraude fiscal y financiero.
Son tiempos de cambio en los que me parece oportuno recordar a Alexis de Tocqueville, autor del magnífico La democracia en América, quien supo ver hace doscientos años que la solidez de Estados Unidos reside no en su proclamado excepcionalismo como sociedad virtuosa, sino en la capacidad del país para corregir sus errores.
US Fulbright Specialist, Senior Research Scholar en el MIT y Visiting Professor en London School of Economics