n los últimos tiempos suena con mucha fuerza el tema del hidrógeno verde, un gas que se obtiene de la separación del agua por la acción de electricidad proveniente de una fuente de energía renovable, y que se está presentando desde algunos sectores gubernamentales y energéticos como una receta indispensable para conseguir descarbonizar el sector energético y reducir las emisiones de gases de efecto invernadero. El Gobierno español, de hecho, ha impulsado su propia hoja de ruta y ha anunciado que destinará 1.500 millones de los fondos europeos para lanzar el desarrollo del denominado hidrógeno verde.
El economista norteamericano Jeremy Rifkin fue uno de los primeros en advertir a principios del siglo XXI que el hidrógeno se convertiría en el nuevo eje vertebrador de la economía, poniendo fin a la tiranía del petróleo y los combustibles fósiles, y reconciliando la economía capitalista con la Tierra. La idea de Jeremy Rifkin era aprovechar la electricidad generada por fuentes renovables para convertir agua en hidrógeno por electrólisis, aprovechando los excedentes que se producen a ciertas horas para poder utilizarlos en otro momento. De ese modo, se compensa la intermitencia de las fuentes de renovables y se tiene un combustible que permite mover vehículos de manera autónoma (sin depender de una red eléctrica o unas vías).
El problema, sin embargo, según el investigador del CSIC y experto en estos temas, Antonio Turiel, tiene que ver con que no es una fuente de energía que se pueda hallar directamente en la naturaleza, como ocurre con el viento y el sol, sino que su obtención exige un proceso, y, por lo tanto, un gasto económico y energético muy grande, lo que arroja dudas a su rentabilidad.
Hay varias formas básicas para conseguirlo. La primera es por un reformado químico de gas natural que da como resultado lo que se conoce como hidrógeno gris, que ya se usa en algunas industrias para refinar o purificar gasolinas o gasóleo, pero que en el proceso se emiten gases de efecto invernadero que contribuyen al cambio climático.
La otra opción es el hidrógeno verde, un gas que se obtiene de la separación del agua por la acción de electricidad proveniente de una fuente de energía renovable, y que es la que se quiere impulsar desde la UE y del Gobierno español. De hecho, estos planes a favor del hidrógeno verde han contado con el impulso publicitario proporcionado por el Ministerio de Transición Ecológica y Reto Demográfico, y en ellos se anuncia esta tecnología de almacenamiento energético como una gran panacea, que no solo conseguirá reducir nuestras emisiones sino solucionar enormes problemas estructurales. Afirmaciones que obvian las limitaciones y las necesarias prevenciones ante el desarrollo de la tecnología.
Por tanto, para conseguir hidrógeno verde se requiere de una inversión energética previa, a través de plantas fotovoltaicas o solares, lo que implica que al final del proceso haya una pérdida de eficiencia notable. Su fabricación y almacenamiento tiene importantes pérdidas, que podrían reducir la eficiencia del proceso al 30% en muchas de sus aplicaciones, e incluso más. Por ejemplo, para producir 35 kw de energía de hidrógeno verde tienes que emplear 55 kw de energía renovable, con lo que al final se genera una pérdida de eficiencia importante y hace que no sea muy rentable.
La hoja de ruta del hidrógeno presentada por el Gobierno central la ha presentado como bandera de la transición energética, que puede reactivar, redefinir y transformar la economía española, y que puede jugar un papel fundamental, por ejemplo, en la reconversión del transporte en todas sus vertientes. Sin embargo, la realidad es que su entrada en juego abre un debate sobre la necesidad de electrificar o hidrogenizar. El caso del tren es el más llamativo, ya que se trata del sector más sostenible de todos, y no tiene mucho sentido coger una línea que ya está electrificada y transformarla para el hidrógeno. Por otra parte, desde el punto de vista de la calidad del aire y del cambio climático, el verdadero camino es tender a sistemas de desplazamiento más racionales, ampliando las redes ferroviarias, fomentando los transportes públicos, facilitando la posibilidad de vivir cerca del lugar de trabajo…
El elevado coste de las inversiones y del producto sigue siendo el gran problema para el sector, razón por la que se intenta incentivar, ya que tras décadas de desarrollo apenas existen aplicaciones realmente viables. De hecho, los proyectos actualmente más relevantes son en su mayor medida proyectos piloto, de investigación o para analizar la potencialidad del mismo. En estos momentos, y al hilo de las promesas anunciadas sobre las bondades del sector, con los consiguientes movimientos especulativos, se hace necesario alertar nuevamente de las querencias de la economía española por las burbujas económicas, que afecta sobre todo a los colectivos más vulnerables. El panorama energético español es un gran aprendiz de estos procesos especulativos. Basta recordar el proceso de burbuja gasista que sufrimos a principios de este siglo, cuando temerariamente los gobiernos provocaron una apuesta de las grandes energéticas por centrales de ciclo combinado de gas y terminales de regasificación, o lo que puede ocurrir ahora con los grandes parques solares y eólicos.
Una vez más hay que insistir en la necesidad de la planificación en el sistema energético, donde se delimite muy claramente dónde y qué usos son viables en la transición energética en un marco de reducción de los consumos energéticos. En una situación como la actual, lo que está ocurriendo es que sean las grandes empresas energéticas las que determinen dónde y para qué se instala una u otra energía. Y eso está pasando de alguna forma con el hidrógeno verde por parte de algunas grandes empresas energéticas, que son las primeras en recibir grandes sumas de millones de euros públicos, pero que, sin embargo, nadie ha dicho que sus proyectos sean ecológica y económicamente viables, y que al final las pagaremos las y los consumidores.
El autor es experto en temas ambientales y Premio Nacional de Medio Ambiente