l pasado día 21 se cumplieron veinte años del asesinato de Ernest Lluch por ETA en el aparcamiento de su casa cuando regresaba de dar clase en la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Barcelona donde era catedrático de Historia de las Doctrinas Económicas. Fue un golpe terrible que sacudió como nunca a la sociedad catalana como refleja la forma como se transmitió la noticia: “Nos han matado a Ernest Lluch” (uso del posesivo nuestro) y la masiva manifestación de dos días después. Era, es todavía, una persona muy querida por todo el mundo, transversal a pesar de su militancia socialista, conversador infatigable, erudito y al mismo tiempo gran divulgador, muy conocido por sus intervenciones en los medios, amante de la música, profundamente catalanista, federalista (dedicó una parte de su obra al estudio del austracismo cuya derrota en Barcelona, el 11 de setiembre de 1714, se ha convertido en la fiesta nacional de Catalunya) y apasionado del F.C. Barcelona y de la Real Sociedad. Donostia era su segunda ciudad -tenía un piso cerca de La Concha donde pasaba temporadas, pero al que no acudió aquel verano porque estaba amenazado- y Euskadi, su segundo país.
Con el asesinato de Lluch, ETA perdía las pocas simpatías que le quedaban en Catalunya después de la barbarie de Hipercor (19 de junio de 1987) cometida sólo nueve días después de que el candidato de HB a las elecciones europeas obtuviera 39.692 votos en Catalunya, los mismos que en Nafarroa y el 11% del total. Para justificar lo injustificable, a Lluch le acusaron de haber sido ministro del primer Gobierno de Felipe González. Lo fue y a él le debemos el actual sistema de sanidad pública universal. Le asesinaron por defender el diálogo para encontrar una salida al conflicto político de Euskadi y por intentar hacer de puente para aproximar posturas entre PNV y PSE-PSOE.
Lluch llevaba tiempo defendiendo la necesidad del diálogo para solucionar lo que era un problema político y no se podía ignorar. Escribió junto a Miguel Herrero de Miñón, que “más de la mitad de los vascos no votó la Constitución en 1978 y un sector importante de la población vasca se mantiene al margen”. Incluso avanzó la propuesta de dos mesas de negociación “la primera plataforma entre el Gobierno español y ETA se limitará a cuestiones ligadas con la violencia, y la segunda, entre todos los partidos políticos (Euskal Herritarrok incluido, dado que no se mata) sobre cuestiones de mayor calado. En la primera habrá que tratar de la entrega de las armas, el reconocimiento de las víctimas y el tratamiento de los presos, especialmente de los no acusados de delitos de sangre. La segunda plataforma deberá conducir a dicho diálogo amplio. Un diálogo que desembocará con naturalidad y con muchas dificultades en una adecuación del actual Estatuto a través de la disposición adicional primera que habla de los derechos históricos” (La Vanguardia, 18 de marzo de 1999). Después de cuatro años de negociaciones entre Jesús Eguiguren y Arnaldo Otegi, este defendió en la Propuesta de Anoeta (14 de noviembre de 2004) las dos mesas de negociación. Esta apuesta por el diálogo la recordaba hace poco más de un año el propio Otegi en un programa de la televisión catalana en el que, ante la pregunta del presentador “¿Faltan en la política española Ernests Lluchs?”, respondía: “Sí, en la medida en que él defendió el diálogo como método para resolver los problemas políticos”. Esa misma convicción de la necesidad del diálogo para solucionar los problemas políticos le llevó a inscribirse en Elkarri.
A principios de enero de 2000, un grupo de catalanes (Ernest Lluch, Baltasar Porcel, Salvador Cardús y yo mismo) se incorporó una vez por semana a la tertulia Boulevard de Radio Euskadi que dirigía Pedro García Larragán. No eran momentos fáciles, ETA (el Movimiento Vasco de Liberación según José María Aznar) acababa de romper la tregua (el primer asesinado fue el teniente coronel Pedro Antonio Blanco García en Madrid el 22 de enero de 2000) y labrunete mediática (en afortunada expresión de Xabier Arzalluz e Iñaki Anasagasti) se cebaba en el obispo de San Sebastián, José María Setién, sacando de contexto la expresión de que la “paz tenía un precio”. Pero Lluch afirmaba que “una nueva política penitenciaria que acercara efectivamente la totalidad de los presos simplemente aplicando el espíritu del artículo 12 de la Ley General Penitenciaria y cumpliendo dos resoluciones del Congreso de los Diputados no es pagar un precio político por la paz, es hacer política en pro de la paz”. Y siguió defendiendo en la radio vasca la necesidad del diálogo y tratando de convencer a todo el mundo de que era la única vía para solucionar el conflicto político. Y así lo hizo también en una comida en junio de 2000 en la que los tertulianos de Boulevard compartimos mesa con Arzalluz y Joseba Egibar. Y ese es también el guante que recogió su amigo y entonces alcalde de Donostia, Odón Elorza, cuando en el acto de homenaje que se le hizo a los cien días de su asesinato en la Facultad de Ciencias Económicas de Barcelona le definió como un “constructor de puentes” que sostenía que, más allá de la violencia, persiste un “tema político pendiente” y, recogiendo su testimonio, propuso “una consulta popular” para buscar una fórmula que permitiera “adecuar la Constitución” de manera aceptable para todos los ciudadanos de Euskadi. La propuesta la recogía Deia en su edición del 1 de marzo de 2001. El mismo Elorza se salía de la ortodoxia del PSOE cuando el 10 de marzo de 2016, hablando de Catalunya, defendía en Barcelona la realización de una “consulta no vinculante” que pasaba por crear una Ley de Claridad similar a la canadiense que permitiera hacer consultas por territorios ya que con la derecha que hay en España no veía factible avanzar hacia una reforma federal de la Constitución.
Sin duda, la situación política de hoy es distinta a la de hace veinte años: ETA ha dejado de matar y además ya no existe, excepto en las mentes enfermizas de la derecha extrema y de la extrema derecha, que vienen a ser lo mismo; en Euskadi no hay, pues, violencia y reina una normalidad político-institucional que de la mano del gobierno de coalición PNV-PSE-EE y la oposición crítica de la izquierda abertzale camina hacia mayores cotas de autogobierno; en Catalunya muchos ciudadanos han roto sentimentalmente con España -ni la reforma del Estatut ni de la Constitución parecen hoy mensajes políticos creíbles- y con la Corona, sobre todo tras la brutalidad con que las fuerzas de seguridad del Estado intentaron impedir, sin conseguirlo, la celebración del referéndum del 1 de octubre de 2017, el “a por ellos” del discurso de Felipe VI del 3 de octubre y las duras condenas a los presos políticos del 14 de octubre de 2019, y ahora se está pendiente de los cada vez más inciertos (a pesar de lo que dicen las encuestas) resultados electorales del 14 de febrero de 2021, con permiso de la pandemia y si las desavenencias entre los socios de gobierno permiten llegar a dicha fecha; y en España, por primera vez desde la reinstauración de la democracia, hay un gobierno de coalición de izquierdas que desata las iras de la derecha pero que no se atreve a dar el paso definitivo de apoyarse decididamente en las únicas fuerzas políticas en las que puede confiar. Y el legado de Lluch sigue ahí incólumne: en política, como en la resolución de conflictos, para llegar a acuerdos -que es la esencia de la política- no hay más camino que escuchar al otro, ponerse en su lugar, hablar hasta agotar las palabras y, entonces, no levantarse de la mesa; y seguir hablando, dialogar y, finalmente, negociar un acuerdo en donde todos pierden para que todos ganen.
El autor es catedrático de Historia Contemporánea, Universitat de Barcelona