e vez en cuando se suscita un intenso debate acerca de por qué se equivocan las encuestas, pero me temo que eso es un caso concreto que acredita una dificultad más general de predecir los eventos futuros. No anticipamos la crisis económica ni la sanitaria. Tratándose de decisiones políticas colectivas, el curso de los acontecimientos sigue siendo una caja de sorpresas y eso que no nos faltan instrumentos de análisis y predicción. El brexit fue una sorpresa, como lo ha sido el resultado obtenido por Trump en las recientes elecciones americanas.
¿Cuáles son las causas de esa imprevisibilidad? Unas tienen naturaleza objetiva, se deben a la propia realidad de nuestras sociedades, y otras podrían explicarse por factores subjetivos, un fallo a la hora de percibir acontecimientos futuros.
El primer conjunto de explicaciones procedería del tipo de sociedad en que vivimos, lo que unido a la aceleración de los tiempos dificultaría cualquier anticipación de los cambios. Una sociedad menos estructurada es más imprevisible. Vivimos en un espacio que la crisis de la representación y las instituciones de la intermediación ha dejado vacío, emocional y cognitivamente desregulado, apenas protegido frente a cualquier desinformación o manipulación emocional. Es difícil entender cómo funciona una sociedad así y calcular su comportamiento. Tenemos un ejemplo reciente en el desconcierto que nos causaron las recientes protestas contra las medidas de limitación de las libertades para hacer frente a la pandemia. No sabíamos si quienes protestaban venían de la izquierda o de la derecha, si eran pijos o antisistema, si se trataba de simples vándalos o de autónomos perjudicados.
Esta ininteligibilidad de la sociedad contemporánea se podría explicar también por causas subjetivas. La fragmentación y polarización de las sociedades nos incapacita para entender no solo las posibles razones de los otros sino para prever su comportamiento. La segregación ideológica, informativa, urbana y laboral hace que vivamos en mundos realmente distintos. Una de las consecuencias de esta ruptura es la incapacidad de entenderse unos a otros, no solamente desde el punto de vista de compartir objetivos comunes o compromisos de solidaridad, sino también desde el meramente cognitivo: hacerse cargo de lo que les pasa a los otros, de las razones de su malestar, antes de denigrar el hecho de que no tengan soluciones verdaderas o se dejen seducir por ofertas políticas que no representan ninguna solución.
Nunca deberíamos subestimar la fortaleza de lo que aborrecemos, ni permitir que nuestras preferencias se convirtieran en prejuicios. Tendemos a infravalorar lo que despreciamos y esto nos lleva a cometer muchos errores. Recomendaba Spinoza “no reírse de las acciones de los hombres, no deplorarlas, menos aún maldecirlas, simplemente comprenderlas”. Haríamos bien en seguir este consejo, no tanto por razones morales como cognitivas: cuando nos empeñamos en juzgar sin entender solemos acabar haciendo malos análisis y equivocándonos también en el combate contra aquello que detestamos. Que su comportamiento no responda a nuestros criterios de racionalidad no significa que no tenga explicaciones.
La élite a la que me refiero se distancia de las pulsiones populistas no tanto porque tiene una idea superior de democracia, como porque no sufre las amenazas de precariedad a los más golpeados por la crisis ni comprende los temores de los de abajo. Las élites dirigentes no están entendiendo bien lo que ocurre en el seno de nuestras sociedades, probablemente porque se encuentran en unos entornos cerrados que les impiden hacerse cargo de otras situaciones. En su boca, la palabra populismo se ha convertido en una cómoda etiqueta con la que designar aquello que rechazan y para no tener que abordar los cuestionamientos que ciertas inquietudes sociales hacen de nuestros sistemas políticos. El liberalismo no está acertando a comprender a qué tipo de demandas responde el populismo y se consuela pensando que la extravagancia de alguna de sus peticiones o la incompetencia de ciertos de sus líderes le permite descalificarlo en su conjunto. Quienes se han turnado en la dirección de los asuntos públicos no han entendido lo corrosivo que está resultando para la democracia una persistente desigualdad y diferencia de oportunidades. No podemos quedarnos en una denuncia de la naturaleza demagógica e irracional del populismo, menos aún si solo nos fijamos en alguna de sus expresiones más delirantes. No hace falta compartir la causa de su malestar (en ocasiones un auténtico desvarío, como cuando el miedo se canaliza en odio al migrante, oposición a la sociedad abierta o desprecio por la ciencia) para entender el problema del que son síntoma. La solución a los graves problemas de las sociedades democráticas pasa por entender bien lo que expresa un disgusto que con frecuencia no acierta a formularse adecuadamente, a designar sus adversarios o a elegir a quien puede resolverlos.
Catedrático de Filosofía Política e investigador “Ikerbasque” en la UPV. Acaba de publicar ‘Pandemocracia. Una filosofía de la crisis del coronavirus’ (Galaxia Gutenberg). @daniInnerarity