Por desgracia, y con frecuencia, el Derecho llega tarde a la resolución de los conflictos sociales a los que debe servir y atender. Y cuando a ello se suma el factor o componente político, rara vez el resultado final es satisfactorio, porque una vez más la politización de un problema social conduce al recurso del maniqueísmo para calificar como buenas o malas las soluciones propuestas en razón no tanto de su contenido sino de quien las plantee.
Un ejemplo reciente y claro llega de la mano de la revitalización del estado de alarma y todo lo que ha rodeado primero a su declaración mediante el Decreto 926/2020 y después a su posterior revisión parlamentaria en el Congreso, admitiendo, con 53 votos en contra y 99 abstenciones, su prórroga hasta el 9 de mayo, previendo que quedará a criterio de cada autoridad competente delegada, es decir, de cada presidente autonómico, la decisión de cuáles sean las restricciones a la movilidad ciudadana y a otros derechos que en su caso hayan de implantar.
¿Es posible centrar el debate político sobre la continuidad del estado de alarma en los términos que se han planteado esta semana, jugando al peligroso ejercicio de maniqueísmo del todo o nada, del conmigo o contra mí?
Son muchos los ámbitos que cabría analizar tras el debate emergente acerca de si el estado de alarma es el único modo eficiente contra la pandemia. Hay que recordar que se trata de un mecanismo jurídico de excepción; ¿es ésta la única vía legal posible o cabría defender la posibilidad de adopción de medidas normativizadas y reguladas mediante la actualización de la legislación ya existente en la actualidad fuera del estado de alarma?; ¿por qué no trabajar legislativamente en elaborar un marco legal suficiente de manera que la declaración de tal estado de alarma no sea necesaria?
La confusión es tal que incluso en el contexto ideológico de derechas e izquierdas los discursos se intercambian y esa dimensión de protección o garantista de los derechos de la ciudadanía parece haberse cruzado.
Tal y como acertadamente señaló Cristina Monge, el estado de alarma ha adquirido un nuevo significado: desde la dimensión de la izquierda ha pasado de ser considerado como una herramienta represora y limitadora de derechos a ser valorado como una especie de manto o instrumento de protección, mientras que la postura del PP y de Vox es crítica por estimarse que tal duración temporal supone un engaño, representa en su opción un estado de excepción encubierto, subrayando así su carácter autoritario.
¿Y Euskadi? La solicitud planteada por parte del lehendakari, Iñigo Urkullu, al presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez, instando la declaración del estado de alarma fue debida a que el recurso a este excepcional mecanismo acabó siendo la única vía jurídica capaz de aportar seguridad jurídica respecto a la validación legal de toda una serie de duras pero por desgracia necesarias medidas limitadoras de derechos individuales en pro de la defensa de un bien superior y común como es nuestra salud pública.
Tal petición de declaración del estado de alarma vino precedida por el intento de interlocución del lehendakari y de miembros de su gobierno con Sánchez y su ministro de Sanidad para aclarar el escenario normativo, por un lado, y por otro por la resolución del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco que dejó sin margen de maniobra al Gobierno realizando una interpretación de la ley de 3/1986, de medidas especiales en materia de salud pública, respetable pero cuanto menos discutible.
Cabría recordar ese criterio interpretativo clave en la función judicial: los jueces deben atender, al aplicar e interpretar una ley, a la realidad del tiempo en que ha de ser aplicada, y en este caso resulta sorprendente que, pretendiendo ser garantistas (al limitar el ámbito subjetivo de la ley a los enfermos, atendiendo a la literalidad de la norma) tal interpretación nos deje desprotegidos o al menos infraprotegidos en cuanto al bien jurídico fundamental que es la salud pública, y ello haya obligado a tener que acudir a una medida de excepción cuya prolongada extensión temporal y la peculiar delegación de competencias realizada puede abrir un nuevo frente judicial y por tanto de inseguridad jurídica.